miércoles, 26 de septiembre de 2012

Sobre creer en Dios

Hoy toca fe.

Yo quiero creer. Claro que sí. Me gustaría estar convencido de mi - virtual - fe. Ser un infeliz feliz. No cuestionarme nada. Convertirme en un adicto más al opio. Es decir, poner el piloto automático. Oiga, que yo soy creyente - la religión da igual, desde la maradoniana hasta el budismo, no importa -, a mi me da igual todo lo demás. Dios cuida de mi. Sólo tengo que seguir sus mandatos y como premio, oh, el paraíso. La felicidad eterna. La jubilación ideal. El día de la marmota perfecto. 

He topado mucho con la Iglesia, Sancho. Me atrae el hippismo primigenio exento de porros que, según los libros, promulgaba Jesús. El de Nazaret. El sacrificio en la cruz, la bondad (aunque roce el absurdo), lo que hacía con el agua, no cagarse en su padre nunca pese a las putadas, haber inspirado La vida de Brian. Todo correcto. Repito (he dicho pito escribiendo sobre el cristianismo, bueno, sigo) me gustaría creer. De hecho, acepto los regalos de los Reyes Magos - ¿qué dices de los padres? -con total tranquilidad. Sólo me falta algo para terminar de creer.
La devoción es fundamental. Existen dos motivos tipo para profesar amor y, sobre todo fidelidad, uno es la admiración. Ese lo podemos dar casi por hecho. El mensaje y la recompensa del cristianismo me seducen. Quizá, lo que haga que mi admiración no llegue a su máximo esplendor sea la obcecación perenne de Dios por elegir como sus representantes en las distintas delegaciones del mundo a tipejos que roban, hacen ostentación de lo que roban, satanizan todo lo que no sea normal, hacen cosas indebidas con niños y dan hostias. Mal, Dios. Un asesor no vendría mal. ¿Que si no estoy generalizando mucho? Cierto, algunos curas/sacerdotes/lo que sean me son simpáticos. Concretamente dos. Robert de Niro en Sleepers y Sean Connery en El nombre de la rosa. Así a bote pronto, estos dos.

"No sólo Dios no existe, sino que a ver cómo encuentras un electricista en domingo."

Hemos hablado de la admiración. Otro motivo clave para sentir devoción por cualquier cosa es el temor. Los hijos de puta que han basado su poder en el miedo conseguían que los pueblos, incluso estando oprimidos y privados de libertad, respetaran al líder. Por temor a represalias. Creo en ti porque si no lo hago, me cortas el cuello o me fusilas, según tengas el día. Muchos creen en Dios por miedo a las represalias divinas. Lo de Noé y el arca. Dios es vengativo, dicen los libros. Y eso que no fue a un colegio público teniendo gafas. Misterios insondables. Dios es el típico de "no me vaciles, que te...". Ahora bien, yo no temo a Dios. No temo su ira. Sé que puedo buscar otras religiones si el cristianismo no me convence - como Woody Allen en Hannah y sus hermanas, recomendación patrocinada por este blog -. Expongo ahora la anécdota que hizo que llegara a esta conclusión. Esto era lo que quería comentar desde un principio, pero siempre me pierdo en los preámbulos.

Año 2008. Ciudad del Vaticano, Roma, Italia, Europa,etcétera. 
Me hallaba en la tienda de souvenirs de la Iglesia de San Pedro. El Santiago Bernabéu del cristianismo. Antes de llegar allí, hice una cola de cerca de una hora para entrar al museo del Vaticano. Creo que así se llamaba. En la  acera donde hacíamos cola: personas mutiladas, deformes... una galería de los horrores en plena calle. Como cualquiera avenida principal de cualquier gran ciudad, pero a lo grande. Lógico, pensé. Los cristianos son seres bondadosos y dadivosos, seguro que dan mucho dinero a estas pobres criaturas. Tampoco lo comprobé. Si que presencie una escena propia de alguna película de Chaplin. Un hombre ignora a un pedigüeño. De pronto, se le cae el periódico que llevaba bajo el brazo. Se agacha a recogerlo, y empiezan a caerse monedas y monedas, incluso algún billete de sus bolsillos. Por más que recogía, más caía. El pobre hombre que le había mendigado segundos antes, no daba crédito. Era la viva imagen de un cocodrilo que ve como el antílope se acerca al río. Finalmente, el hombre recogió todo su dinero y con un leve scusi, se marchó. Yo no sabía si aplaudir o qué hacer.

Entré en el museo del Vaticano. Aquello es el infierno del que sufra síndrome de Stendhal. En un patio, como si fuera una papelera, algo rutinario, la escultura de Laocoonte y sus hijos. Este es el nivel. Arte egipcio, etrusco, qué sé yo. Todo el arte imaginable. Imaginable y robable, sobre todo robable. Me gustaría que enseñaran las facturas y los albaranes de todo lo que hay allí. pero igualmente es una maravilla. Después de todo el recorrido, visité la Iglesia de San Pedro. Y llegué a la tienda de souvenirs del principio de esta historia. Unas monjitas de pelo cano atendían a los clientes. Volvía a la mañana siguiente y tenía que hacer un regalo más. Mi abuela. No es que fuera especialmente religiosa, pero supuse que no haría ascos a un bonito rosario de plata de a saber qué santo. Opté por el procedimiento estándar. Llamé la atención de un monja alta y estirada a la par que arrugada y le hice el universal gesto de ¿cuánto vale? frotando el dedo índice con el pulgar. No recuerdo el precio que me dijo, pero sí que no tenía lo suficiente. Estaba en un aprieto serio. De repente, mi cerebro se nubló y mi mirada se dirigió al techo de aquella estancia. No había cámaras de seguridad. Ya se sabe, Dios lo ve todo. ¿Quién mejor para vigilar? Y así se evitan pagar un sueldo más. El caso es que yo nunca he robado nada. Por torpeza, no por honradez. Pero en aquel momento, y en una situación propia de un córner, todas las monjas de detrás del mostrador se fueron a la otra punta de la habitación para atender a unos ruidosos japoneses. Era mi momento. En un acto furtivo y lamentable, metí la mano en uno de los expositores y me hice con el deseado rosario. El crimen perfecto.

Sin embargo, reparé al instante en un detalle importante. Ya no había vuelta atrás. No podía volver y dejarlo. Así que me planteé lo siguiente: ¿me castigará Dios? He de confesar - nunca mejor dicho - que no pensé en las repercusiones divinas. En unas horas debía coger un avión, lo más normal, sería que Dios hiciera algo para castigar mi osadía. Penalizar mi abuso flagrante sobre aquellas pobres monjitas. Lo pensé muy seriamente. Puede que mi aerofobia legendaria también influyera. Ilustro: si estoy en un vuelo, y veo que se encienden las luces del cuarto de baño, empiezo a arrepentirme de mis tropelías vitales y a decir ¿por qué yo?, ¿por qué yo?.

Ahí estaba yo. En el asiento de aquel avión. Temiendo la ira de Dios. Esperaba algo espectacular. Alguna rana que lloviera. Pero nada. Mis sudores a cada cosa anormal que sucediera durante el vuelo. Mis 500 "azafata, ¿qué ha sido eso?". Estándar. Dios no me castigó.

Si yo soy Dios, y un individuo medio me roba en mi propia casa. No una casa cualquiera, sino la oficial. La buena. Yo cojo a ese tío y separó las aguas y le dejó en medio justo antes de volver a ponerlas en su lugar.

Según mi experiencia personal, Dios o no existe  o no está a lo que tiene que estar. Si es el segundo supuesto, lo tengo claro. Elecciones. Propongo a Groucho.

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