jueves, 26 de diciembre de 2013

Cuatro motivos para ver 'Seeking a friend for the end of the world'

No me gusta imponer opiniones o gustos. Que a mí me apasione determinado libro, determinada película o determinada canción no es motivo para que torture a mis congéneres hasta que comprendan, asimilen y compartan mis predilecciones, por muy acertadas - acertadísimas - que éstas fueran - que lo son, y mucho -. Pero debería serlo.

Como tantos otros seres humanos, cuando visiono una película y realmente me ha interesado/gustado/motivado suelo curiosear en internet buscando reviews o críticas que refuercen mi opinión inicial tras aparecer el The End. Algo así como comprobar que no estoy solo en el mundo, que hay gente que piensa como yo y disfruta con el mismo argumento, los mismos personajes. Hay dos tipos de películas: las buenas y las malas. A mí me gustan las buenas. Me consta que diversos individuos con derecho a voto en sus respectivos países profesan devoción por directores insoportables como Almodóvar, Pasolini, Lars Von Trier o John Waters. Ellos sabrán. 

Digo ésto porque, por norma general, cuando leo comentarios sobre películas que me prendan profundamente como 'Cadena perpetua','Uno, dos, tres' o 'La fiera de mi niña', son todo alabanzas y loas. Salvo casos extremos de hipsterismo galopante. Insisto, tengo buen ojo. Pero como con todas las normas, hay excepciones.Una de las más recientes tuvo lugar hace un par de días. Terminé de ver 'Seeking a friend for the end of the world' ('Buscando un amigo para el final del mundo') y estaba apabullado, asombrado, satisfecho incluso. Me gustó casi todo. Y eso es mucho. Mi sorpresa vino cuando leí críticas y revisé opiniones. Nadie compartía mi entusiasmo. No puedo estar más en desacuerdo. Es una película inteligente, emotiva sin ser lacrimógena, graciosa cuando debe, habitada por personajes dispares pero complementarios formando una heterogeneidad enriquecedora y disfrutable, con una historia de amor que puede disfrutar todo tipo de público (incluso los votantes del PP en las últimas elecciones generales). Una película que puede parecer una comedia más, pero es algo más. Aquí van cuatro motivos para no perderse esta gran película.

1. La historia.
Un meteorito acabará con la existencia del ser humano en tres semanas. Así de rotundo. El protagonista (Steve Carell), un individuo anodino recién abandonado por su mujer que trabaja en una empresa de seguros, decide aprovechar sus últimos días de vida para reencontrarse con su amor de la juventud. Su vecina (Keira Knightley), una joven británica melómana que padece hipersomnia, le acompañará en su viaje. No es la típica comedia apocalíptica barata (de contenido, no de presupuesto) que en los últimos años aparece en las carteleras. De hecho algunas películas de este tipo no son comedias per se, pero dan risa aunque no quieran. En la búsqueda del amor verdadero, el protagonista se verá envuelto en fiestas familiares con droga como primera plato, orgías no tan improvisadas en bares de carretera y revelaciones varias de la verdadera esencia del ser humano una vez el fin se acerca: trasuntos poco logrados de héroes postapocalípticos o adalides del golfeo ante la certeza de desaparición, entre otros.


2. Steve Carell.
No soy objetivo cuando hablo del hombre que dio vida a Michael Scott. No puedo. Es mi héroe. Ha hecho películas horrendas, sí, pero no las recomiendo. También ha interpretado papeles absolutamente memorables como el experto en Proust de 'Pequeña Miss Sunshine'. Tengo una lealtad infinita a las personas que me han hecho feliz. Steve Carell es uno de ellos. Pero además es buen actor. Es un actor eminentemente cómico pero con una capacidad innata y, francamente, asombrosa para reflejar sentimientos sepultados de los personajes que interpreta (cuando el personaje es bueno, claro). No son interpretaciones pasionales ni brandonianas. Son contenidas, sencillas, magistrales. Piense usted en Adam Sandler. Pues todo lo contrario. Cuando la película llega a sus momentos cumbre, cuando se eriza la piel, destaca. Cuando comparte plano y líneas con la mujer que limpia en su casa semanalmente destaca más. Todos los cuandos de esta película en los que aparece Steve Carell merecen la pena.

3. La música.
Mejor dicho la canción. The air that I breathe, de The Hollies. Ya está.

4. El final
Conforme la película llegaba a su final mis temores se acrecentaban. Pensaba en que estaba viendo una comedia con trasfondo apocalíptico, con una historia de amor, con una estrella americana de la comedia como protagonista principal. Es decir, olía el final edulcorado made in Hollywood a yardas de distancia. No voy a contar el final, faltaría más. Ni el último diálogo entre los dos personajes principales. Ni el contexto. Sólo quiero destacar que con el fundido a negro sentí que estaba ante una película especial. De las que cada vez son menos habituales. De las buenas.




miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una fonda para gatos y unos vecinos molestos

"Se va a denunciar a aquellas personas que sigan dando de comer a los gatos en el jardín de este bloque de pisos. El que quiera un gato que se lo compre".

Este cartel amenazante adorna la puerta de acceso al jardín - más bien es césped con un par de palmeras - de un edificio sevillano. Es importante mencionar la ciudad porque puede ser recordada con los años como el lugar en el que empezó todo. Dónde empezó el desastre. Y me explico.

Este corte de suministros alimenticios no sería nada reseñable si no fuera porque hablamos de gatos. 

Conste que me parece una decisión muy desafortunada importunar a los gatos. Hay que desconfíar de los gatos. Los gatos son fríos, calculadores, perversos Son los Maquiavelo felinos. Son lo contrario que Ana Botella; son inteligentes y, por lo tanto, capaces de lo peor. Un gato no mira, sino que escrudriña, analiza, escruta. Y luego están las gatas. Un gato solo, que se siente acorralado y atacado es muy peligroso. Los vecinos de este bloque de pisos pretenden perjudicar severamente a no menos de 30 gatos que han asentado su campamento base en ese césped. 30 gatos que ya han normalizado su estancia allí. Creen que la comida nunca les faltará. Quién sabe lo que harían cuando empiecen a surgir los problemas. Quién sabe cuál será su reacción. ¿Han visto ustedes El planeta de los simios? Pues con gatos.

Su organización es casi perfecta, hay varios estamentos o castas. Gastas, mejor dicho. Por una parte, debajo de la terraza de los dos Bajos se encuentran instaladas las gatas con las crías. Llevan varios meses apostados en ese césped. Los gatos se han reproducido, se van incorporando algunos individuos arrabaleros. Los líderes se pasan el día tumbados en la base de lo que en su momento fue una palmera; confabulando. También hay gatos rasos, que vienen y van, callejean y vuelven. Ese césped es su fonda. Y luego hay un gato, que apenas se relaciona con el resto.Que va a lo suyo. Pinta de retarded tiene, desde luego.

 Quizá los vecinos teman que pronto los gatos les superen en número y les ataquen. Yo también lo creo. Pero si les quitan la comida atacarán antes y más violentamente. Y yo vivo cerca. Llevémonos bien con los gatos, por favor.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Visita al médico

De vez en cuando hay que ir al médico. Esa es la putada. No porque te encuentres mal físicamente. Hay individuos que estando sanos están mal físicamente, no tiene nada que ver. Lo peor es el ambiente casi diría tétrico y lúgubre que se vive en las salas de espera. Las toses, los quejidos, los malestares hechos sonido. Dice Michael Scott (The Office versión América, im-pres-cin-di-ble) que en su mente asocia los hospitales a la enfermedad. Parece una perogrullada y sin embargo, lo es. Sin embargo, a veces ocurren circunstancias que alteran la rutina médica y convierten la visita en reseñable.

Me encontraba yo en una sala de espera. Un resfriado regular. Lo de todo los otoños. Estándar. Había un par de señoras cuyas edades sumadas daban cuatro dígitos. El resto de asientos vacíos. Dicen mi nombre y, obediente, entro. Dentro, una doctora. Ni buenas tardes cuando suena el timbre. Se levanta porque no tiene nadie encargado a tal efecto. A lo largo de la consulta - que durará 8 minutos - se levantará y disculpará en 4 ocasiones. Pero esa es otra historia. Lo curioso es la tanda de preguntas iniciales antes del reconocimiento. Curioso, raro, inusual.

Después de las clásicas (nombre, edad, dirección) viene la primera pregunta rara. ¿Es usted soltero?, me dice. Respondo que me aguanta mi madre y sólo porque me cogió aprecio con los años. Quiero pensar que no me escuchó porque la siguiente pregunta fue: ¿vives en pareja? Supongo que me vería cara de guardia civil. Le aclaro que no y prosigue con el cuestionario. Me dice que le cuente mi problema. ¿Cuál de ellos?, intento aclarar. Resulta que era el que me trajo al médico, casualidades de la vida. Durante algunos minutos hablamos de irritaciones de garganta, toses ásperas y otro tipo de asuntos apasionantes. La doctora se interesa por si fumo. Le digo que no. Me adelanto y le comento que trabajo en la radio.

ACLARACIÓN: trabajar es un concepto complejo. Hago radio porque hablo algunas horas a la semana delante de un micrófono pero no cobro por ello. Siendo más concreto, me dijeron en su momento que cobraría según mis aptitudes. Y en esas estoy, que le debo dinero a la radio.

Una vez que comenté el asunto radiofónico la doctora parecía esperar que rematara mi confesión. Y no existía tal remate. Tarde de suposiciones, otra vez pensé que esta mujer entendería mi mensaje. Que en este caso no era otro que al estar mal de la garganta y tener que hablar engolando la voz durante cierto tiempo quizá eso me habría afectado. Pero otra vez supuse mal. La doctora enlazó mi comentario con su pregunta anterior y espetó: ah, ¿en la radio fuman y con el humo...? En ningún momento le dije que trabajaba con José Luis Garci.

El cuestionario no acabó aquí. Fue a más. A más raro y estrambótico. Pero es que tengo que hacer cosas.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Blue Jasmine: para otro director una buena película, para Woody Allen una película menor.

Blue Jasmine es una película de Woody Allen. Eso ya implica que, mejor o peor, superará con mucho en inteligencia, brillantez, profundidady talento a la hora de contar una historia al 90% de la cartelera actual. Eso es tan cierto como que Dios es o bien cruel o bien incompetente.

La trama gira en torno a una snob perteneciente a la alta sociedad neoyorquina que se ve obligada a mudarse a vivir con su mundana y pobretona hermana debido a que los tejemanejes y corruptelas de su marido han quedado al descubierto y éste ha dado con sus huesos en la cárcel. Tiene bastante de un Tranvía llamado Deseo. Cierto es. Pero sobre todo es la filmación con toques humorísticos de la historia contada por Bob Dylan en Like a rolling stone. La película promete si la presento así. Pero decepciona. Antes de exponer mis motivos, contextualizo.

No he hablado nunca con Woody Allen. No me lo he cruzado en ningún punto del globo terráqueo. Salvo que escuche NEOFM - algo que es improbable hasta el paroxismo, pero quién sabe - dudo que conozca mi existencia. Pero le considero como de la familia. Le admiro, le respeto, le venero, le quiero. Su cine y su filosofía me han instruido más que cualquier profesor, que cualquier libro. Me la suda que yazca con su hija (no es exactamente su hija dado que nunca la adoptó e incluso no compartió en ningún momento domicilio fijo con Mia Farrow; me estoy yendo del tema). Admiro al artista. La persona es un señor canijo de 77 años que vive en Nueva York, está casado, tiene dos hijas y le apasiona ver deporte por televisión que no me interesa en absoluto. Precisamente porque mi forma de concebir la realidad está de forma irremediable influido por su cine y su forma de pensar no puede decir que Blue Jasmine es una buena película. Rectifico. Es una buena película. Interesante, sagaz, ácida, actual. Recomendable. Pero no es una buena película si su director es Woody Allen.

Sin mencionar Annie Hall, Manhattan o Match Point se me ocurren 15 películas mejores en cuyos créditos aparece el Written and Directed by Woody Allen. ¿Cuáles?  Todas las estrenadas durante los 80 - exceptuando Recuerdos y September -, cualquiera de la década de los 90 a partir de Maridos y mujeres. Hecho. Y van más de 15. Resulta evidente que esta afirmación resulta injusta para un director que va a película por año desde 1982. Todos tienen derecho a tener un bajón, dirán algunos. Pero, dejando aparte la gran interpretación de Cate Blanchett y la de algún secundario que resalta, me molesta muy mucho que la unión de dos mentes inimitables y dos talentos inalcanzables como los de Louis C.K. y Woody haya dado como resultado un personaje tan olvidable como el interpretado por el pelirrojo y orondo creador de esa maravilla televisiva que es Louie.

Dicho lo cual, reitero mi devoción. Si Blue Jasmine sólo hubiera durado el tiempo de sus créditos de inicio habría salido del cine con una sonrisa amplia y emocionada. Ese poder tiene este señor sobre mí. El año que viene seguro habrá reválida. Y seguro que será una buena película.

Si no rueda en Barcelona, Woody Allen es incapaz de hacer una mala película.


lunes, 4 de noviembre de 2013

Come fruta

En 1963 Hitchcock dirigió Los pájaros. Los protagonistas se ven amenazados por multitud de criaturas del aire que, pareciendo haber contraído una promesa, se empeñan en martirizarlos. Algo parecido ocurre en Tiburón, de Steven Spielberg. Un escualo sobrealimentado empieza a degustar por sistema a individuos de una pequeña localidad costera. Como si le debieran dinero. 

No me gusta ser exagerado, pero a mí me pasó algo parecido. No me intentó picotear un pájaro o masticar un tiburón, mi enemigo era vegetal. Como ocurría en las películas arriba mencionadas, sin ningún motivo aparente, algo mostró un inusitado odio hacia mí. Hablamos de una manzana.

Hay que comer fruta, niños. Es sana, es necesaria, es rica en vitaminas. Si no, puede pasaros lo que me ocurrió a mí. Hace algunos años sostuve una fuerte política referente a la no ingestión de fruta. La rebeldía, puede ser. Mi señora madre decidió poner fin a esta situación. Sin prácticamente recurrir a la violencia volví a comer fruta. Sobre todo manzanas. Nunca pensé en la comida como un desafío hasta aquel día. En la mesa no había una manzana. Al menos no de este planeta. El paso del tiempo y mi tendencia a la grandilocuencia da como resultado que recuerde una calabaza con la piel de una manzana. Si hubiera comido esa manzana y fuera un oso pardo (por ejemplo) podría haber hibernado durante todo el invierno y al despertar tendría sed pero no hambre. Era una manzana con problemas de peso. La solución definitiva al hambre en África. Una hipérbole frutal.

Ante aquella pantagruélica visión opté por reemplazarla por otra. Entre un par de esforzados y valientes voluntarios y yo pudimos retornar aquel mazacote carmesí al frigorífico. Yo iluso pensaba que aquella manzana sería disgustada por otro miembro de la familia y me olvidé de ella. Craso error. Desde ese día hasta dos semanas después aquella manzana siempre estaba en el mismo plato, justo detrás del plato de comida. Amenazadora, pendenciera. No había forma de escapar de ella.

Cierto día, sin ser fin de semana en ningún caso, decidí enfrentarme a mi némesis. Aquella manzana era mi águila y yo su Prometeo. Da igual cómo de profundo o enrevesado fuera el escondite en el que yo colocara la manzana. Al día siguiente ella estaba allí, en la cocina, esperándome. Llegué a pensar, por una cuestión de tamaño, que era la madre de todas las manzanas. Podía ser. Todo encajaba. Que su misión fuera torturarme por el genocidio implacable que estaba llevando a cabo con su prole. Opté por ponerle fin a esta situación. Me propuse comer aquella manzana maldita. Empecé a comer un martes 8 de mayo de 2008.

A día de hoy, me faltan dos mordiscos.

sábado, 19 de octubre de 2013

Educación española es oxímoron

La educación en este país llamado Españñña es francamente deficiente. Y el cielo es azul. Y cuando te dicen que ya te llamarán no te llamarán nunca.

Me refiero a la educación de los colegios. Es muy mala. Si la comparamos con la que se imparte en otros países las ganas de llorar son inaguantables. Siempre que hablo con un ser humano de otro país y sale este tema de conversación me gusta contar una anécdota que ilustra de forma clara la ineptitud de muchos de los encargados de formar e instruir a las jóvenes mentes españolas. De forma más coloquial, ilustra el "nivelito" español. Ojo, por supuesto que existen profesores y tutores que son fantásticos y espolean a la chavalada para que lleguen incluso a disfrutar aprendiendo. Desde aquí un afectuoso saludo a esos profesores. A los tres. Voy con la anécdota.

5º de Primaria. Quizá 6º, nunca 4º. Siempre tuve problemas con la asignatura de Música. Concretamente a la hora de tocar la flauta (el autor deja a disposición del lector un espacio de 5-10 segundos para que piense en todo tipo de metáforas en tono de humor relacionadas con esta última afirmación). No se me daba bien, a ello se le sumaba de algún modo el pánico escénico y el resultado era catastrófico. La profesora se llamaba Virtudes y se sacó las oposiciones para hija de puta con nota. Dos de los defectos que vician el oficio de maestro son el de no saber dar clase y el de no querer dar clase. Virtudes tenía los dos. Y muchos más, pero lamentablemente, no cobro por palabras. Cada clase de la señorita Virtudes era un suplicio. Transmitía el profundo hastío que sentía por los niños a los que (nunca) enseñaba. Seguro que vivía sola y con muchos, muchos gatos.

Un día, y aquí viene la anécdota, opté por inventar una excusa para evitar el examen de flauta. En su momento pensé que era la excusa perfecta. Pero la reflexión y los años me han demostrado que es de las más tontas que he urdido. Y mira que he urdido muchas y muy lamentables algunas. Lo peor no es el grado de lamentabilidad de la excusa, no. Lo peor es la reacción que tuvo Virtudes.

Al oír mi nombre y apellido me levanté de la silla, cogí la flauta y me dirigí hacia la mesa de Virtudes. Como parte de la performance, me llevé la mano a la garganta en varias ocasiones en ese corto trayecto y fingí alguna tos. Virtudes tenía la cara de "otro suspenso más; lo sé, lo sabes, lo saben" que solía poner cuando me tocaba examen. Al confrontarla, levanté la cabeza y con un susurro casi inaudible y muy afectado dije: No puedo tocar la flauta. Estoy afónico.

Pensemos en lo absurdo de la frase. En lo erróneo del planteamiento. En que parece más una gracieta que un motivo real para no hacer el examen. Pensemos en todo ello. Ahora pensemos en cómo sería el CI de Virtudes que puso cara de desagrado y dijo que ese día no, pero que la semana siguiente sí tendría que examinarme.

Lo peor es que hay muchas Virtudes.


viernes, 11 de octubre de 2013

Gracias

Tener gracia es una casualidad. Me refiero a esa cualidad inherente a algunos seres vivos consistente en provocar hilaridad sólo con una frase estándar. Por el contrario existen formas de vida que incluso con el mejor chiste jamás creado no lograrían ni una sonrisa. Muchos factores influyen: el rostro, el tono de voz, la agilidad mental, el contexto. Décimas de milímetro lo determinan. Uno puede ser gracioso - que está bien - o puede ser "un gracioso". Si eres un gracioso no tienes ni puta gracia - aunque lo intentes, y lo intentas mucho que lo sé yo - y en tu casa lo saben, que es peor. 

Por norma general, el gracioso, no sólo acierta con sus comentarios a la hora de producir risotadas varias, sino que sabe parar. Algo fundamental, por supuesto. El problema de los que son "un gracioso" es que quizá logren acertar con un comentario ingenioso que arranque carcajadas pero, incapaces de asimilar su éxito repentino y retirarse a tiempo, se aventuran con otro comentario que les devuelve a su realidad gris de chistes que deben ser explicados una y otra vez entre risas forzadas que esconden una infancia difícil.

Conozco un caso curioso. Implica a "un gracioso" que un día, para evitar que le azotaran con la famosa y temible rima del 5, cambió la o del final por una i, en una suerte de italianización simpática del término. Y la ocurrencia cayó bien entre los congregados a su alrededor. Ahí estuvo el fatídico error. Desde entonces, este hombre al que llamaremos Basilio, SIEMPRE habla con una i al final de la mayoría de las palabras. Y lo que es peor, acompaña cada una de esas palabras italianizadas con una sonrisa bobalicona como diciendo "he vuelto a hacerlo".

Basilio tiene una papelería. Entre otras cosas vende periódicos. Es decir, trata con mucha gente al cabo del día. Mucha gente que escucha a diario: "Buenos días, ¿el Marqui?" o "¿Cargar el bonobús? ¿Con transbordi o sin transbordi? ¿Te pongo cinqui euros?" Insisto, a este tipo de comentarios siempre les acompaña una sonrisa que sirve de invitación al otro para que valore la gracia. Pero, amigos, cuando escuchas esa clase de bromas día tras día, en lo único que piensas es en qué lugar nunca encontrarían el cuerpo.

Hasta aquí la reflexión de hoy. Hasta luegui.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Una oca y un ganso

El otro día pasé por el barrio en el que viví mis primeros años. Viví allí hasta que cumplí tres. La medicina dice que yo no puedo recordar nada o casi nada de aquellos años. Esa señora miente por completo. Tengo un recuerdo prístino de esos años. Sólo uno, pero muy vívido, muy real. Y no es para menos. Mi recuerdo tiene que ver con mis vecinos. Concretamente con sus mascotas. No eran perros, ni gatos, ni hámsters, ni cerdos vietnamitas, ni siquiera agapornis. Amigos, yo tenía unos vecinos que como mascotas tenían una oca y un ganso.

Con el tiempo descubrí que eso no era lo normal. Que tienes que estar muy tocado de la cabeza para meter en un piso a dos anátidas.  O ser Joey y Chandler.

Lo que quiero decir es que cuando supe que eso no era lo normal ya había interiorizado que la gente podía tener como mascota a una oca y un ganso. Ya había puesto mis cimientos. Y por eso escucho la música que escucho, por eso me gusta más Fritz Lang que Steven Spielberg, por eso mis relaciones humanas son raras, por eso me gusta tanto la radio, por eso creo un blog para hablar de cine y acabo escribiendo textos absurdos como este.


miércoles, 25 de septiembre de 2013

Hamburguesa de tofu

Últimamente algunos compañeros de facultad realizan comentarios en redes sociales del tipo: "¡Aprobé la asignatura que me faltaba! ¡Por fin soy periodista!" No me quiero enfadar con nadie, pero es un comentario incorrecto.

Con el último aprobado de la carrera uno obtiene el título que le acredita como Licenciado en Periodismo. Ésta es una realidad tangible e incontestable. Pero ser periodista es quizá el oficio más vocacional que existe. Si uno respeta, ama y, sobre todo, entiende qué es el periodismo y lo que representa, pone un pie en la facultad el primer día siendo ya periodista. A lo largo de 5 años o los que sean, se van incorporando herramientas y conceptos. La mayoría son inútiles y absurdos, para qué engañarnos, pero algunos sirven y mucho. Pero sin esa base vocacional, todo es absurdo. El periodista nace. El que se hace no es periodista. O sí, pero será como una hamburguesa de tofu: un sinsentido, un absurdo, algo artificial que intenta ser algo que no es y fracasa.

 No concibo - pero hay casos a puñados - que una persona elija periodismo porque algo tiene que estudiar. En ese caso, no eres periodista ni aunque saques todos los créditos. Serás un ser humano que ha aprobado todas las asignaturas de Periodismo, pero no serás periodista.

Quizá tenga una concepción demasiada romántica de la profesión, incluso sea muy ingenuo pensándolo. Pero si no es la postura correcta, está muy cerca.

sábado, 14 de septiembre de 2013

La felicidad es efímera

Casi siempre he jugado al fútbol con individuos de más edad. Desde niño. Si lograba adaptarme e incluso ganarme el respeto de los mayores, cuando jugara con mis congéneres, destacaría. 

Comprobé esta teoría un viernes de mayo. Tenía 14 años. Mis amigos - mayores que yo unos dos años - se apuntaron a un campeonato de barrio de fútbol sala. El nombre del equipo era ambicioso cuanto menos: "Un punto es un punto". Por edad, no pude inscribirme en el torneo. Aún así acudí al primer partido. El otro equipo era francamente bueno y se llegó al descanso con un sonrojante 5-0. El otro equipo era más que bueno. Justo antes de llegar al descanso, Basilio se lesionó. Si con el equipo al completo cayeron 5 goles, con uno menos habría estado curioso el resultado final. Casualmente llevaba mis botas de fútbol e iba con calzonas porque era verano. Mis amigos sumaron dos y dos y me pusieron la camiseta del lesionado Basilio. Los dorsales de las camisetas estaban planchados. Literalmente. Por lo tanto fue fácil quitarle el 1 a la camiseta de Basilio. Jugué con el 7.

Al salir del vestuario notaba las miradas del respetable. Era por la noche y había bastante gente incluso para ser un campeonato de barrio. Unos treinta chavales de varias edades. Mi acongoje era considerable. No ayudaba que Basilio me sacaba dos cabezas y su camiseta podría haber alojado a otro individuo de mi talla. No ayudaba nada. El árbitro pitó y arrancó la segunda parte.

En los primeros 10 minutos no toqué un solo balón. El otro equipo metió 4 goles en ese espacio de tiempo. Las burlas desde fuera eran tremendamente ingeniosas e hirientes. Algunas me apuntaban directamente a mí, al "canijo paquetillo". Durante esos 10 primeros minutos intenté ayudar a que el equipo remontara el partido. Si tocaba un balón, era para pasarlo a un compañero y desmarcarme. Corrí mucho intentando presionar y ayudar. Hasta que escuché con una nitidez prístina el "canijo paquetillo". Ahí dije basta. Pensé que el partido estaba muy perdido. Todo lo perdido que puede estar un perdido. Decidí empezar a jugar por mi cuenta.

Después del agravio hubo un saque de banda que favorecía a mi equipo. Recibí el balón y me giré. Llegaba un larguirucho raudo a presionarme. Miré hacia un compañero a mi izquierda, giré el cuerpo hacia esa dirección pero al notar que el larguirucho estaba ya encima, pisé la pelota en sentido contrario y le dí un toquecito con la puntera. Caño. Se oyó un "OHHH" en la grada. Avancé, pero no pude con el segundo defensor. Hubo una contra pero no exitosa para el otro equipo.

La siguiente vez que controlé el balón, éste llegó por alto. Ante la llegada de un corpulento chaval que no cumplía los 17 opté por levantar el balón por encima de su cabeza. Controlé el balón con el pecho y volví a levantar el balón sobre su testa. Bajé el balón al suelo y empecé la arrancada. Bicicleta para salir por mi derecha. El bicicleteado resbaló, redondeando aún más la jugada. Estaba lejos de la portería, pero probé el disparo. Desviado.

Con cada balón que recibía, notaba los jaleos de los allí congregados. Ya sólo era canijo. Recibí el balón en cuatro ocasiones más. Mi mente siempre procesaba igual la situación: ellos están cansados, el partido está perdido, habrá que divertirse. En ninguna de esas cuatro jugadas le pasé el balón a un compañero. En ninguna. Hubo un par de caños más, varios amagos, algún regate de esos que salen una de cada 50 veces que se intenta pero que cuando salen no hay más que hablar, algún codazo, más de 5 patadas y un gol.

El árbitro estaba a punto de pitar. 9-0 en el marcador virtual (virtual porque no había marcador físico). Mientras mi portero iba a por el balón para sacar de fondo, observé como mis padres llegaban a la pista dónde se disputaba el partido. Todos los allí reunidos estaban pendientes de mí, de qué jugada iba a realizar. "Que la coja el 7". Me gustaba que estuvieran allí mis padres. Sobre todo mi padre. Era mayo, pero eran más de las 12 de la noche. Refrescaba.

Decía que hubo un gol. El portero sacó en corto para el cierre. El cierre me vio y me pasó el balón francamente mal. Esprinté para que el balón no saliera por la banda. Sabía que si salía, el árbitro pitaría. Quería que mi padre viera cómo marcaba un gol. Dejé la pelota en la línea y por la inercia choqué contra la valla. En ese lapso, un jugador del otro equipo con el que había sido especialmente sanguinario decidió vengarse de mí. Corrió hacia mi posición con tendencia asesina. Empecé el movimiento para mi derecha, pero en el último momento encaré mi izquierda y levanté el esférico sutilmente esquivando la planta del pie del rival. El infeliz se enredó en la valla. Que se joda, pensé. Inicié el sprint, quedaban tres y el portero. Por velocidad me deshice de otro. Quedaban dos y el portero. Los jaleos se acentuaban en el público. Un compañero de equipo se abrió a la banda derecha. Con el interior del pie derecho envolví la pelota, de diestra a siniestra, el defensa se comió el engaño y me dejó el camino aún más libre. Quedaba uno y el portero.

 Llegué forzado al último jugador de campo. Antes de chocar con él, y sufriendo ante la pérdida del balón se me ocurrió: pisé la pelota con la planta del pie derecho y cuando el espacio entre sus piernas era suficiente, golpeé la pelota con la puntera del pie izquierdo, de forma muy sutil, como un susurro. La pelota se deslizó entre sus piernas. Sólo quedaba el portero.

El portero salió de debajo de los tres palos. Los gritos eran ensordecedores. Aún hoy, muchos años después, no sé por qué salió el portero, con un 9-0 y a punto de finalizar el partido. Pero lo hizo. Recuerdo que sonreí mentalmente. Ante su salida, y agotando el fuelle que me quedaba, desplacé el balón a su derecha y corrí por su izquierda. Le superé. La portería vacía. Controlé el balón y sin mirar chuté tan fuerte como nunca lo he vuelto a hacer. Era el gol del honor de un 9-1. Pero se gritó tan fuerte que de los bloques de pisos se encendieron decenas de luces. El árbitro pitó.

Muchos se acercaron para felicitarme, para saludarme. Estaba muy feliz conmigo mismo. Casi llegando al tope. Los mayores me respetaban. Yo no era un chaval normal, en ese momento era una deidad terrenal. Así de fácil. Pero la felicidad es efímera. Mi madre llegó, se despojó de su rebeca (una rebeca de madre) y me la puso a la voz de "te vas a enfriar". 

Volví a ser un canijo de 14 años.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Oda al caño

El fútbol consiste en conseguir que un balón reglamentario se aloje en unas redes fijadas en tres maderos. Es el objetivo principal. La razón de ser de este deporte. Para conseguir esta circunstancia 22 individuos - o 14 o 10, según el tipo de fútbol que se practique - corren detrás de un balón, se lo pasan y le propinan puntapiés para marcar un gol. Los pragmáticos definirían así el balompié, olvidándose de todos esos maravillosos complementos accesorios que enamoran a millones de personas en todo el mundo. La habilidad técnica es uno de esos añadidos que hacen especial al fútbol. Digo añadido porque no surgió con el origen mismo del fútbol: los ingleses no pensaron en el regate cuando crearon este deporte. Con el tiempo, y afortunadamente, se ha hecho un fijo. Dentro del amplio abanico que el repertorio técnico futbolístico ofrece destaca un gesto, una maniobra, una acción; en su pináculo, mirando desde lo alto al resto, se encuentra el caño.

Cachas, cachitas, túnel... Son muchas las maneras de mencionarlo pero sólo una de definirlo: pasar el balón entre las piernas del contrario. A ver, no desprecio al resto de gestos técnicos que hacen que el fútbol sea tan espectacular. Pero el caño es especial. Cuando se consigue hacer efectivo, la sensación es que la jugada ya está salvada. La satisfacción del ejecutor es directamente proporcional a la humillación del castigado. Que tu novia te deje por tu amigo el feo el día de tu cumpleaños no debe sentir especialmente bien o descubrir que tu padre no es tu padre en una lectura aleatoria del contador del gas pero un caño de esos que se llevan a cabo con una pisadita sutil y leve, de esos que te esperan y te la dan de una forma casi poética, que parece que no han tocado el esférico, de esos que hunden moralmente. Eso es devastador. 

Servidor es un jugador mediocre. Técnicamente aceptable, pero con un fondo físico y una falta de carácter que siempre han lastrado mi proceder futbolístico. Aún así, siempre he sido y seré de caños. He perdido partidos, muchos, pero ganado muchas batallas particulares dentro de esas derrotas. No existe mayor placer que no sea horizontal que efectuarle un caño al bueno del otro equipo. Oír como su orgullo, pese a haber marcado 3 goles, se queda ahí, en ese medio metro cuadrado y se despedaza al chocar contra el suelo. Billie Holiday cantaba muy bien, pero el murmullo de admiración que se produce después de un caño especialmente espectacular es toda la música que necesito. Ese murmullo nutre el ego, alimenta el alma, hace feliz.

Lo que quiero decir es que marcar un gol es una sensación bonita. Pero hay caños que deberían valer exactamente lo mismo que un gol.

El fútbol sin caños no es fútbol.


jueves, 12 de septiembre de 2013

Scaried cleaner

Hay personas asustadizas. Sí. Personas que tienen la guardia baja la mayoría del tiempo y, por lo tanto, tienden a impresionarse y sobresaltarse cuando algo anómalo sucede a su alrededor. Luego están las personas muy asustadizas. Las que oyen un murmullo o intuyen un movimiento inusual y del salto lograrían diploma olímpico, cuanto menos. Y luego está Amparito.

Amparito es una mujer que viene un par de veces a la semana a mi casa para limpiar. Amparito está en plena treintena. No cumple ya los 37. A simple vista es una mujer sana, sin grandes problemas aparentemente. Pero algo falla. Amparito vive en un susto permanente. En un sobresalto perenne. Vive en una película de terror de las malas.

Amparito lleva en torno a un año viniendo a mi casa a limpiar. Es simpática, hacendosa al parecer. Pero se asusta mucho. Por cualquier cosa. Pero sobre todo conmigo. Recuerdo el primer día que vino a casa. Me levanté temprano - temprano según mis parámetros - y me dispuse a tomar el pasillo rumbo a la cocina. Justo al llegar al cuarto de baño, ella salía. Encontronazo. Yo no sabía que ella estaba en casa, ella no sabía que yo estaba en casa. Hubo un susto inicial, seguido de desconcierto, continuado por una explicación y culminado por mí con un "bueno, me voy a desayunar". Esta situación es normal.

Lo que no es normal es que durante este año, todos y absolutamente todos los días que ha venido a limpiar y yo he salido de mi habitación a desayunar se asuste cuando me ve. Siempre. Como si tuviera una promesa. "Ay, qué susto me has dado". "Ay, no te esperaba". "Ay, que no te he oído venir". Yo no he hecho ningún módulo superior de ninja. El sigilo no es mi virtud. Pero si todo el mundo tuviera la misma caraja vital que tiene Amparito, me podría ganar la vida como espía. Y en pijama.

No soy ningún adonis pero dudo que mi presencia física sea tan grotesca como para asustar a una persona humana con salud dos veces en semana durante un año.

Hace tiempo que intento poner remedio a esta situación. Cuando abro la puerta de mi habitación y sé que Amparito está en algún rincón de la casa hago ruido. Que sepa que hay alguien. Enciendo varias veces las luces para que se oiga el sonido del interruptor. Hago como que me choco con los cuadros. Enciendo el grifo del agua del lavabo. A veces exclamo "¡QUE VOY!". Pero es inútil. Amparito siempre se asusta.

Creo que compraré un cencerro. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Juan, el musicólogo que ejerce en la intimidad

A mí no me gusta la gente. Entendiendo gente como masa informe de individuos que se mueve por impulsos. Me caen mal, no les entiendo. No me gustan.

La gente da la mayoría absoluta al PP. La gente ve Gran Hermano. La gente ve normal que los pantalones arremangados estén de moda e incluso viste así. La gente se pone camisetas de grupos de música de los que no conoce ni una canción o de jugadores de baloncesto de los que no conocen ni el nombre de pila. La gente "piensa de que...". La gente opina de todo sólo porque hablar es gratis. La gente no pone en silencio el móvil. La gente no lee de forma masiva mi blog.

No me gusta la gente, pero sí algunas personas. No está todo perdido. Dentro del mazacote social al que llamamos gente se encuentran personas peculiares que trascienden y se convierten en personajes únicos que hacen la vida más asimilable. Uno de esos personajes es Juan y es mi peluquero.

Mi peluquero es un currante. Destaca en el perfilamiento de patillas, pero su unicidad no reside en su pericia con la tijera. Juan es posiblemente una de las personas en el mundo que más sabe de rock británico y americano de los años 60 y 70. No exagero. Descubrí esa faceta suya después de dos años acudiendo a su peluquería. Hasta ese momento, mis conversaciones con Juan se centraban en el fútbol y poco más. Un día sonó en la radio una canción, seguramente muy buena, que yo conocía y al verbalizar mi conocimiento Juan se sorprendió sobremanera y procedió a explicarme la vida y milagros de todos los miembros del grupo y su trayectoria. Era The Band.

Son casi 7 años yendo al mismo peluquero. Los hay mejores, seguro que sí, pero no conozco a ninguno que por ocho euros te corte el pelo y te dé una clase magistral sobre la época dorada del rock and roll. Juan podría ser crítico musical. Mejor dicho, Juan tiene más conocimientos musicales que muchos de los periodistas que viven de hablar de música. Además es dadivoso. Con cada visita, Juan me obsequia con un disco cualquier de un grupo cualquiera, a mi elección. Sólo tiene que ser un buen grupo. Si es de los 60 o los 70, siempre me dice Juan, es bueno.

Con Juan sólo hay un problema. Pero es subsanable con el tiempo. Juan no sabe inglés. Puede decir el nombre de los componentes de Cream o The Jeff Beck Group - y otros grupos a los que pertenecieron antes o después - pero no los entenderías nunca. Juan sabe tanto de música que puede detallar qué disco sacó The Who en 1971, quién trabajaba entonces como su mánager y cuántas copas había tomado Keith Moon la noche antes de la salida del disco al mercado. Y el nombre del camarero incluso, si deja la tijera durante un momento y reflexiona. Pero insisto, lo que el oído desentrenado entendería serían sonidos prácticamente guturales.

Con el tiempo me he acostumbrado a su pronunciación y he aprendido lo suficiente como para saber que no sé nada de música y nunca sabré. Lo único que sé con certeza es que Juan es único.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Perdón

Este blog cumple un año (realmente fue hace dos días pero acabo de darme cuenta).

Mi intención no es mala, de verdad.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Hacerse el guay puede matar: Las motos y las urgencias pubescentes.

Los 14 años es una edad compleja. Sobre todo si es verano, sobre todo si el primer amor empieza a gestarse. La etapa del mono loco es compleja y muy influyente en el asentamiento de la personalidad del joven individuo macho. La cantidad de hormonas que comienza a liberarse provoca que conceptos como el peligro se difuminen hasta casi desaparecer. Principalmente cuando la prioridad es relacionarse con chavalería femenina y el único objetivo que se plantea en el horizonte es palpar. Lo que sea. Palpar lo que sea. Ya habrá tiempo de ponerse exquisito. Palpar.

Juanito estaba secretamente enamorado de Juanita. Mejor dicho, Juanito ansiaba secretamente palpar a Juanita, en general. No había estrenado su expediente palpador aún. Como una de las principales cualidades que caracterizan a la edad del pavo es la tontuna, Juanito creía que era ahora - en ese verano, en esa semana - o nunca. Tarea compleja. Juanito veraneaba en un pueblo costero. Con sus tíos paternos. Hizo pandilla una vez seleccionó su objetivo: Juanita, oh Juanita.

Juanita tenía un grupito de amigas estándar. Eran cuatro: Juanita era la guapa, Belencita era la que sería la guapa si no estuviera Juanita, Carmelita era la avanzada que ya tenía un novio hacía tiempo - mayor que ella, por supuesto - y Ofelita era la fat girl con ciertos dejes hombrunos y tendencia al proteccionismo para con sus amigas. Gabriel Juan, el novio de Carmelita, era el enlace que facilitaba la normalización dela entrada de Juanito en el grupo. Juanito odiaba a Gabriel Juan.

Con el cortejo ya iniciado, un día Gabriel Juan propuso acudir a una playa ciertamente lejana. Urgía el empleo de medios de transporte. La madre de Juanita ofreció su coche. El coche de la madre de Juanita era amplio. Lo suficiente para que tanto el grupo de amigas como Gabriel Juan y Juanito cupieran en él. Pero Gabriel Juan trajo su moto. A Juanito no le gustaban las motos. Les tenía auténtico pavor. Además, odiaba a Gabriel Juan y sabía que el muy cabrón intentaría hacer del viaje una situación no cómoda. Más bien todo lo contrario. Aún así, pensó absurdamente que montar en moto era algo guay que le haría ganar puntos con Juanita. Obviamente, Juanito ignoraba que hacerse el guay puede matar.

Gabriel Juan era un cafre. Juanito era tonto. La moto corría mucho. Mala combinación. Lideraban la comitiva. Es decir, Juanita veía a Juanito en la moto. Por lo tanto, y por mucho que corriera Gabriel Juan - que corrió y mucho - Juanito evitó agarrarse al piloto por temor a parecer débil. Juanito estaba en esa edad en la que la posibilidad de palpar una forma femenina - ¡cualquiera! - era más importante que conservar la vida.

Gabriel Juan aceleraba, el camino era empedrado. Juanito perdió una chancla. Seguía sin asirse al cafre motorista. Perdió la otra chancla. Él no podía pedir "por favor" que Gabriel Juan frenara. Eso nunca. Juanito vio que su final estaba cerca. Su afán por palpar iba a costarle la existencia. Juanita cada vez valía menos la pena. En lo que él pensaba eran sus últimos pensamientos mientras Gabriel Juan aceleraba y aceleraba, fantaseaba con las bondades de los confortables asientos del coche de lamadre de Juanita. Habría estado incluso dispuesto a sentarse al lado de Ofelita, a pesar de que olía muy fuerte. Pero de pronto, cuando todo estaba perdido, incluso la toalla que acababa de escaparse de sus manos, el milagro ocurrió.

El sonido de los benditos cláxones de la madre de Juanita hizo que la moto parara y Juanito pudiera bajar. Juanito se quemó el gemelo izquierdo con el tubo de escape al tocar tierra antes de besar el suelo.

Juanito palpó pasados los días. Palpó poco, pero palpó. La quemadura del gemelo le escoció durante algunos días. Pero aprendió una valiosa lección. Aprendió que hacerse el guay puede matar.

Juanito tardó ocho años en volver a montar en moto. Estuvo cinco minutos de reloj aferrado al piloto una vez llegado al destino. Por si acaso.

viernes, 16 de agosto de 2013

El gatito feo

Había una vez un bar. Con sus parroquianos pintorescos. Un bar normal, con su correspondiente baño en el que la salubridad no es bien recibida ni se le espera. Con sus intensos debates estériles pero profundos sobre cómo acabar con la crisis: "¿Es mejor estrangular o lapidar a políticos y banqueros?" "Un buen lapidamiento... y fuera tonterías" "No hombre, no. El estrangulamiento es más limpio". Un bar; lo que es un bar.

Un bar normal, salvo por un detalle. En las puertas de los bares suelen quedarse atados los perros de algunos clientes. Una parada rápida en pleno paseo de la criatura y a seguir. En el bar que nos ocupa encontramos perros en la puerta. Unos grandes, otros pequeños, unos ladradores, otros mordedores. Perros, en general. Pero uno destaca. Destaca mucho. Destaca tanto que merece la posteridad. Es un caso único en el mundo. Es maravilloso, es espectacular: es un perro que quiere ser gato.

Es tan simple como la frase que precede al inicio de este párrafo. Es un perro pequeño, no tanto para llevarlo en brazos, pero pequeño. De color blanco, ojos poco expresivos, nombre desconocido. Le llamaremos Sinno a partir de ahora. Sinno, aparentemente, es un perro normal. Pero cuando abre la boca, enseña los dientes y toma aire de los pulmones presto para ladrar... Sinno no ladra. Sinno maúlla. Es difícil de creer, pero la realidad es tozuda. El perro maúlla. Es tal la similitud con el sonido gatuno que no es posible que se trate de un ladrido de baja intensidad y cierto amaneramiento; no. Sinno maúlla. Sinno es un gato atrapado en el cuerpo de un perro. 

Querido dueño de Sinno:
Si lees este documento no te hagas el loco. No puede haber otro perro igual y lo sabes. Oye su lamento. Comprende su angustia. Atiende a tu perro, hombre. Gato, mejor gato. Él se siente gato.



martes, 13 de agosto de 2013

Cuando la decoración no tiene vocación

Mi cuarto tiene cuatro paredes. Es así de particular. Dentro de esas cuatro paredes hay de todo: una cama con su correspondiente almohada, un armario con muchas camisetas y algún pantalon, multitud de zapatillas deportivas desperdigadas por el suelo, más zapatillas deportivas colocadas torpemente en un zapatero, una ventana que da a una estupida arboleda, estantes habitados por pocos discos - pero escogidos - , algunos libros - siempre son pocos - y películas en DVD, ropa en una silla, ropa en una mesa, ropa en el suelo, ropa colgada en la puerta, un ciervo pastando libre; lo que es la habitación estándar de un veintiañero sano.

Quedan más detalles. Entre ellos un póster. Pero nunca incluiría ese póster en la descripción de mi cuarto, incluso si mi vida dependiera de ello. Porque sería mentir como un bellaco. Como un bellaco particularmente mentiroso. El póster en cuestión es un insurrecto. Lo compré hace un par de meses. Salí satisfecho de la tienda. El motivo del póster era la película de Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Tal que así. Es un póster apaisado, con cierta rotundidad, se ve al entrar en la habitación. Se vería, mejor dicho. Pero no se ve porque nunca se queda pegado a la pared. Nunca es nunca. La primera vez que lo vi en el suelo pensé en la casualidad. A la vez que hacía 39 en un mes, sospeché del vudú.

El póster va de guay. Es un póster, sí, pero es prepotente. Da igual cuantas tiras de cinta adhesiva de doble capa compre en el chino establecimiento oriental del barrio. El póster siempre acaba en el suelo. El mito de Prometeo revisado. Yo soy Prometeo, el póster es el águila; en vez del hígado, me come la paciencia, los nervios, la salud mental; la vida en general. Una noche, en el colmo del sadismo más repulsivo, se despegó de la pared precipitando sobre mí. Estaba durmiendo. El desconcierto de esos primeros instantes fue bastante perturbador.

Son varias las preguntas que se plantean respecto a este asunto:
1) ¿Son los pósters autosuficientes?
2) ¿Debería cambiar de marca de cinta adhesiva de doble capa?
3) ¿Por qué agosto es tan aburrido y provoca que escriba esta pamplina?

miércoles, 31 de julio de 2013

Mantengan la karma

Un maestro y su discípulo se encontraban en una playa. Sentados en la arena. El discípulo pregunta al maestro:

- Oh, maestro, ¿qué es el karma?
- Querido discípulo, la explicación es bien sencilla. Hace un momento, mientras tomábamos un baño en el mar, tú has optado por aliviar tu esfínter en la zona hacia la que yo me dirigía nadando.
- Lo siento, maestro. Mi comportamiento fue inaceptable. Pero, ¿qué es el karma?
- El karma es que yo había hecho lo propio antes donde tú buceabas. Listo, que eres muy listo tú.

viernes, 12 de julio de 2013

El monstruo

La ventana de mi habitación da a una arboleda. En esos árboles moran multitud de insectos. De todos los tamaños, tipos y condiciones. Cuando llega el puto calor, opto por abrir la ventana por las noches, por aquello de la brisa nocturna. Asumo riesgos. Los asumí, porque desde hace algunos años, una mosquitera convive con el marco de la ventana por mi propia seguridad. Y es que a mí me pican mucho los insectos. Pero mucho. Tengo en proyecto realizar un ensayo sobre mi teoría al respecto. Creo firmemente que mi sabor es legendario. No cabe otra explicación. Digo más, estoy seguro de que los insectos locales - si es que los insectos están empadronados- contactan con los insectos extranjeros para que me prueben: "Venid aquí, este tío está tremendo. No habéis probado nada igual". 

Tengo asumido que todos los bichos me pican a mí. Son ya muchos años. Pero lo de la última vez hizo que reflexionara. Ha llegado el calor y duermo con la ventana abierta. Algún picotazo en estas pocas semanas, nada serio. Una mañana de hace unos cuatro días, y pese a mis denodados esfuerzos para que ésto no se produjese, entré en el ascensor con una vecina especialmente contraria a aceptar que los sus 50 nunca volverán. No es nada personal con la señora, sólo que es una vecina. Después de los "buenos días" de rigor, pulsé el botón del 0 y me dispuse a pasar esos 20 segundos que para mí son minutos cuando alguien extraño - y preguntón en este caso - comparte conmigo un espacio de 1'5 m x 1'5 m. Después de hablar - ella - del tiempo, bajó su mirada un instante y dio un gran respingo hacia atrás. Como si la industria de la laca se hundiera de pronto. "Pero chiquillo, ¿qué te ha picado ahí?". Llegamos a nuestro destino y la señora se fue alarmada. Con los brazos hacia el cielo y profiriendo alaridos. Yo miré hacia abajo y allí estaban, a la altura del pliegue de mi codo derecho. Tenía dos bíceps sobrevenidos. Dos montículos. El relieve era espectacular. Dos hinchazones que harían estremecerse al más torpe de los boxeadores. Aquello parecía obra de un martillo neumático.

La equidistancia de las picaduras ofrecían dos posibilidades igualmente aterradoras:

1) Aquel estropicio podía haberlo causado la colaboración de dos seres, de grandes proporciones que, provistos de escuadra y cartabón, arremetieron contra mi brazo asegurándose que el tamaño de las heridas - porque ya hablamos de herida - fuera el mismo y que se encontraran a la misma altura. Todo sería el trabajo de una noche larga y fatigosa hasta lograr su horrendo cometido.

La segunda posibilidad es la peor.

2) Lo que me quita el sueño por las noches, lo que hace que duerma fuertemente armado por lo que pudiera pasar, lo que explica mi paso por el notario recientemente para dejarlo todo bien atado por lo que pudiera pasar es que la carnicería hubiera corrido a cargo de un solo y, seguramente, prehistórico, insecto de poderosas mandíbulas. 

Seré ingerido cualquier noche.

martes, 9 de julio de 2013

Microcuento: El deseo truncado

Respondió que la deseaba a ella. Tras un silencio incómodo, la tendera llamó a gritos a su marido, el forzudo.

lunes, 1 de julio de 2013

Microcuento: El cívico cabrón

- ¡Sí es que eres tonto! ¡Eso te pasa por tonto!
- No te cebes con el chaval, hombre. Que se acaba de caer de la bicicleta. Ayúdale a que se levante.
- Tanta cabriola, tanto giro...
- Ya, hombre. Eso era peligroso. Entiendo que no te gusten ese tipo de temeridades, pero lo de la sal y el vinagre en las heridas sobra, Manuel.

viernes, 21 de junio de 2013

Gandolfini, James

Escribo esto muy tarde. Demasiado. Pero lo escribo.

James Gandolfini murió hace unos días a los 51 años. Tan cruelmente joven que duele en el alma.

Si productoras como HBO hacen cine del bueno con sus series de televisión, Los Soprano es El Padrino. Y Vito Corleone es Tony Soprano. En el imaginario colectivo la figura de Brando con el gato y acariciándose en el mentón con gesto siciliano es el arquetipo definitivo de jefe de la mafia.
Yo discrepo. Marlon Brando es, quizá, el actor con más talento que se ha puesto delante de la pantalla. Quizá - seguramente - el más carismático. También creo que la interpretación de James Gandolfini como Tony Soprano está a su altura, si es que no la supera.

Los Soprano es un prodigiosa película que dura 86 horas. Decenas de personajes apabullantes aparecen en cada uno de los 86 capítulos que componen la serie. Apabullantes de verdad. Pero ninguno es como Tony Soprano. Ningún personaje de la historia de la televisión se le asemeja en grandiosidad y profundidad. Muy pocos de la historia del cine lo logran. Tony es único.

David Chase creó un personaje maravilloso. James Gandolfini lo hizo inmortal.

Ocurre algo extraordinario cuando disfrutas de las distintas temporadas de Los Soprano. Tony es un cabrón. Es machista, visceral, extremadamente violento, zafio. No quieres quererle. No debes quererle. Pero le quieres. Le idolatras. No te queda otra escapatoria. Tony es un cabrón, pero es leal, comprometido, asustadizo, amante de los patos, bondadoso incluso. Tony es tierno. Los ojos de James Gandolfini/Tony Soprano son tan tristes como los versos que Bécquer aseguraba poder escribir. 

Algunos dirán que Gandolfini era muy bueno en Los Soprano pero que en el cine hizo pocas cosas. Esta afirmación es absurda por inveraz. Pero aún así, creo firmemente que si no hizo películas al nivel de Los Soprano o más es porque nadie vivo puede llegar a tal nivel de excelencia actualmente. O si puede y está vivo, está demasiado mayor.

Los grandes actores son aquellos que hacen especial lo anodino. Nadie fumará como lo hacía Humphrey Bogart. Degustar un trozo de tarta es algo admirable cuando lo hace Christopher Waltz. Sólo Jack Lemmon puede hacer malabarismos culinarios con una raqueta de tenis y espaghettis y no parecer risible. Sólo Henry Fonda podía caminar como Henry Fonda. Nadie puede ir con una bata de estar por casa como James Gandolfini.

Hay un momento recurrente en Los Soprano. Siempre protagonizado por Gandolfini. Presente en muchos de los episodios de la serie. Tony baja las escaleras. Viste una camiseta de tirantas y unos calzoncillos king size. Por la mañana hizo sus labores. Tiene un rato hasta que vuelva a atender sus negocios. Posiblemente irá al Bada Bing. Seguro. Entra en la cocina. Coge un bol, vierte en él una porción de helado. Lo adereza con nata y culmina su especialidad con lacasitos. Se dirige al sofá. Muy posiblemente vista también una bata. Se sienta. Todo en penumbra. El descanso del guerrero. Enciende la televisión. Una de Gary Cooper. El ídolo de Tony. Se abstrae.

Por esos momentos amo profundamente a Tony Soprano, aunque no debiera. Por esa forma de devorar esa bomba hipercalórica, esa soledad, esos ojos tristes que observan con devoción a Gary en plena acción y esa mente que se pregunta por qué ese prototipo de hombre ya no existe. 

Son 86 horas de goce, disfrute y emoción. Se lo debo a todo el reparto, a los prodigiosos guionistas, al fantástico David Chase. Pero sobre todo a James Gandolfini. A él le debo mucho. Todo lo que estoy escribiendo es insuficiente. No puedo plasmar tanta devoción, tanto respeto, tanto cariño inusitado. No puedo. Mis intentos son fútiles. Pero debía hacerlo.

Mucha gente ha muerto sin que antes pueda darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí, sin ellos saberlo. Podría hablar de muchos gigantes, pero sonaría demasiado pedante. Incluso para mí. Pero hoy hablo de Gandolfini.

 Y también debo decir algo antes de darle a Publicar:

Jimmy, cabrón, ¿por qué nos has dejado tan solos?



martes, 4 de junio de 2013

Matías y el fallo técnico

El 36 llegó puntual. Matías subió y comprobó gozoso, mientras pagaba el importe del viaje, que dos asientos a mitad del vehículo estaban libres. Se dirigió raudo hacia el final del autobús y ocupó los dos asientos. Matías no era un hombre grueso. El final de su espalda no era tan grande como para ocupar el espacio habilitado para dos individuos sanos. Matías llevaba una mochila. Llevaba un ordenador portátil en la misma. Un asiento para Matías y otro para el ordenador y su continente. 

Una vez sentado, Matías esperaba que la presencia de la mochila en el asiento contiguo ahuyentara a los usuarios deseosos de abandonar la verticalidad. Matías prefería sentarse solo. Esa era la verdad. ¿Misantropía? Quizá. O también era factible que su portátil fuera extremadamente delicado y necesitara un asiento para él. Son muchas las teorías probables y factibles. Servidor está en 1º de narrador omnisciente, pero no puede estar en todo, ustedes me disculparán. El caso es que se sentó solo e intento con aquella artimaña que su viaje transcurriera tal y cómo empezó.

En la primera parada hubo un momento de tensión. Un hombre que sudaba demasiado para ser las ocho de la mañana de un 17 de enero vaciló al llegar a la zona en la que Matías y su mochila estaban asentados. Pero fue una falsa alarma. El hombre pareció luchar por su vida durante algunos segundos y luego prosiguió.

Hasta tres paradas de alivio tuvo Matías. Tres victorias. Algunas holgadas, otras sobre la bocina. Pero victorias al fin y al cabo. Disfrutables, gozables, degustables.
.
Pero en la siguiente parada, la que hacía cuatro... Comenzó el horror. Matías vio a su némesis nada más entrar. Una señora que no cumplía los 56. Pelo cardado de un color sólo comparable con el caqui. Plusmarquista mundial en el uso de laca. Gafas aparentes y picudas. Una nariz que provocaría estremecimientos varios en Hansel y Gretel. Ojos vivarachos. Vestimenta ceñida de forma tan indebida que el Código Civil debería contemplar la punición. Cara de llamarse Lourdes.

Lourdes se detuvo al lado de Matías. Mascando un chicle de forma compulsiva. Como si lo fueran a prohibir. Como si no hubiera Dios ni mañana. Como si hubiera hecho una promesa. Como si un excéntrico millonario pagara un euro por mascada. Algo muy raro. Casi inhumano. Grotesco. Monstruoso. Lourdes.

"¿Puedo pasar, guapo?"

Todas las alarmas se encendieron. ¿Por qué a mí?, pensó Matías. 

Matías puso su media sonrisa de "pase usted, señora, aunque preferiría ir sentado al lado de un jabalí particularmente arisco". Antes, cogió su mochila, la colocó en su regazo y apartó las piernas para que Lourdes y su excesivo aroma pasaran al asiento de al lado. Faltaban dos paradas para llegar al destino. Sólo debía aguantar dos paradas la conversación irritante que Lourdes ofrecía. Y sus miradas picaronas de soslayo. Pero algo terrible sucedió. Un fallo técnico. A 500 metros de la última parada, Matías percibió horrorizado que una de las tiras que regulaban la altura de las asas de la mochila había quedado olvidada en el asiento en el que ahora se sentaba Lourdes. El pandero interminable de la susodicha aprisionaba la tira, la condenaba.

450 metros. Matías no podía dar un tirón de la mochila confiando en que la tira saldría. Era algo improcedente y no sabía si resultaría efectivo. Sobre todo pesaba el segundo factor en la decisión.

400 metros. Pensó en comentarle la situación, muy sucintamente, a Lourdes. Lo descartó. Lourdes era de esas mujeres que sólo necesitaban un poco de brisa para desatar un huracán. En este caso de estrógenos.

Se acercaba la parada de forma frenética. Matías sufría. Lourdes seguía a lo suyo, desplegando sus dotes seductoras. O al menos lo intentaba. 300 metros. ¿Cuántas atmósferas debía soportar aquella tira? 200 metros. No había solución. 150 metros. Lourdes no paraba de hablar. 100 metros. 50 metros. No había solución. El 36 llegó a la parada. Matías no veía el final de aquella pesadilla. Sí de su trayecto. Pero Lourdes no daba su brazo a torcer. Ni su culo a levantar.

Los más viejos del lugar dicen que Matías y Lourdes siguen en aquel autobús. La mochila, el ordenador y la tira también.

lunes, 27 de mayo de 2013

El médico pragmático: Breve relato crítico con el sistema sanitario en particular y con la vida en general

Con los análisis en la mano se dirigió a la consulta del médico.

Había sentido molestias gástricas una semana atrás. El doctor Gromenaguer sugirió que sería pertinente realizar unas pruebas para averiguar si existía algún tipo de intolerancia alimentaria. Y así lo hizo.

El análisis era caro. Pero incluía un elevado número de alimentos. Se cerraba el círculo. Los culpables de las molestias saldrían a la luz.

Una vez con los análisis en su poder, procedió a examinarlos como si hubiera estudiado 10 años. Términos raros adornaban el papel. No entendía nada. Eran dos páginas y la primera estaba, prácticamente, en checoslovaco. Fue a por la segunda página y encontró claridad. Una lista de veinte alimentos y cifras. Junto a cada alimento, un máximo de 5 y la cifra real que su cuerpo podía tolerar. Sobre 5, claro. Todo era normal hasta que llegó al pulpo. 8/5. Le gustaba mucho el pulpo pero, vistos los análisis, parecía obvio que no era recomendable que los probara de nuevo.

Con los análisis en la mano se dirigió a la consulta del médico.

Esperaba que el médico, con su carrera terminada, sus conocimientos asentados y sus 40 años ejerciendo la profesión arrojara algo de luz al asunto. Eso esperaba.

Llegó a la consulta. Aguardó en la sala de espera. Quince minutos. 

"Pase usted".

 Otros 5 minutos de espera en el despacho del doctor.

"Hola, buenos días, perdón por el retraso". 

Se produce la entrega de los análisis. Impaciencia. El doctor lee y relee durante varios minutos que parecen lustros. Al final, sentencia:

"Usted no puede volver a comer pulpo. Tiene 8 sobre 5, ¿eh? Buenas tardes".

Puerta que se cierra. Cara de pánfilo.

martes, 21 de mayo de 2013

Microcuento: Sentido del humor

Y entonces le hice la broma de "¿qué le dice un pez chico a un pez grande?" a aquella monja y ni una sonrisa, oye.

domingo, 12 de mayo de 2013

Goofy no es trigo limpio

Goofy es una especie de perro humanoide que anda y habla. Tiene una risa característica y muy, muy grotesca: algo así. Muy desagradable, antinatural incluso.

Sin paños calientes. Yo odio a Goofy. Mis motivos tengo.

Hace algunos años, visité Disneyland Paris. Fue una estancia óptima, agradable, provechosa. Al menos los tres primeros días. El miércoles de esa - a posteriori - infausta semana comenzó de manera feliz. Me levanté de la cama de un salto certero. Cabe resaltar que cuando estás en Disneyland, tienes 10 años y no eres un personaje de Tim Burton, sueles empezar los días con un vigor extraordinario. Desayuné con tranquilidad. Los desayunos franceses merecen tiempo, dedicación y alabanzas perennes. Entre la puesta a punto del resto de mi familia y la hora de acudir al parque restaba media hora que había que rellenar de algún modo. Opté por coger un pequeño balón adquirido el día anterior - quizá fuera el anterior a aquel - y jugar durante un rato con un vecino de hotel. Fuimos al jardín y estuvimos peloteando durante un cuarto de hora. Todo transcurría con meridiana normalidad.

Hasta que llegó él.

Un Goofy de dos metros y pico, el Goofy oficial de Disneyland Paris; el San Pedro del goofismo en Francia. Hizo un par de monerías a unos niños que correteaban a su alrededor. Después dirigió sus pasos hacia el jardín pero súbitamente giró sobre sus talones y entró en el hotel. 

No me ilusionó especialmente ver a Goofy. Llevaba dos días viéndolo. Sí me sorprendió ese cambio de rumbo tan radical. Le urgiría usar el baño, pensé. Seguí jugando a la pelota.

Cinco minutos después de entrar en el hotel, Goofy salía del mismo acompañado por un trabajador del hotel. Caminaban hacia nuestra posición con paso firme. El hombre que no llevaba un traje grotesco realizaba aspavientos mientras nos señalaba con el dedo. Mi compañero de juegos era francamente malo con el balón en los pies pero no lo veía como razón suficiente para que le echaran una bronca. Pobre chaval. Además en francés.

Una vez se acercaron a nuestra posición ajardinada, comenzó el disparate. El trabajador del hotel empezó a señalar el jardín y a espetarnos varios "sauvages" como si no hubiera un mañana. Goofy, también conocido en este punto como el chivato, estaba en segundo plano observando cómo su perro de presa nos requisaba el balón. En su postura se divisaba cierta ufanía, como diciendo "con Goofy no se juega". 

Pero no se quedó ahí. Goofy no consideró que la humillación de aquel miércoles fuera suficiente para saciar su truculento afán por arruinar inocencias. No. Tenía preparado algo peor. Esperó dos días. Aguardó el momento justo, el muy hijo de mil padres. Dejó que la magia de Disney atribulará mi mente infantil e hiciera que postergara el mal recuerdo del jardín de dos días antes. Entonces atacó. Asestó su golpe definitivo.

Ese viernes era el último día de nuestra estancia en París. Momento idóneo para hacer las últimas fotos con los personajes del parque. Recuerdo que vi a lo lejos al Capitán Garfio. Me acerqué, al igual que otros imberbes muchachos. Me coloqué para la instantánea. De pronto, de no se sabe dónde, apareció el bastardo de paletas separadas y risa esperpéntica. A mi izquierda una hermosa muchacha que a duras penas superaba la veintena sonreía esperando a que se hiciera la foto. Goofy, sibilino y reptiliano como siempre, se aproximó a mi posición y me desplazó con esa mano enguantada enorme y blanca. Se colocó cerca de la chica y se hizo la foto. Tuve que volver a posicionarme cerca del Capitán Garfio de nuevo, no sin antes asegurarme de que ninguna joven y bella muchacha despertara la libido de aquel sátiro con aspecto perruno.

Nunca más volví a ver a Goofy.

No soy amigo de la violencia. No es muy limpia, deja manchas. Pero con él haría una excepción.

lunes, 29 de abril de 2013

Cuando el cine se burla de cosas serias

El humor y la inteligencia son dos hermanos que se ven poco.

El humor a veces frecuenta unas compañías zafias, demasiado bastas. Como efectos secundarios de estas ingratas amistades, se expresa de forma desagradable. Tiene ocurrencias que los vulgares ríen a grandes carcajadas, mientras golpean la mesa - o lo que pillen - con fiereza. Pero él puede hacerlo mejor.

La inteligencia es más retraída. Se sumerge en libros, tratados y ensayos en busca del enriquecimiento masivo. No suele contestar las llamadas de sus amigos cuando se trata de estudiar. En ocasiones incluso puede parecer que se centra demasiado en lo académico y deja de lado por completo lo lúdico. 

Sirva esta chapucera metáfora como entremés para hablar de cine. De un determinado tipo de cine. El cine que critica con humor e inteligencia las denominadas cosas serias. 

El cine - como cualquier tipo de arte - tiene la obligación perenne de entretener. Es la premisa principal, la condición sine qua non. Ahora bien, si además de hacer olvidar los problemas rutinarios, es capaz de hacer pensar, tanto mejor. Incluso si además de propiciar la reflexión, lo hace desde un punto de vista humorístico; ¡qué maravilla! Y si para redondear, dicha sátira sala la herida de algunos asuntos considerados intocables  por los sectores - autoproclamados - serios de la sociedad; ¿qué quieren que les diga? Cuando uno se encuentra con películas que reúnen estas características la sensación es parecida a la que sentía Fred Astaire cuando bailaba cheek to cheek con Ginger Rogers.

A continuación, tres ejemplos tangibles de lo antes detallado. Tres películas trangresoras, brillantes y necesarias.
To be or not to be (Ernst Lubitsch, 1942) Título en español: Ser o no ser

 

En la Polonia ocupada por Hitler, una compañía de teatro pone en escena Hamlet. Cuando un espía nazi planea entregar una lista de colaboradores polacos de la Resistencia, el grupo de actores, con Joseph Tura a la cabeza, intentará adentrarse en el cuartel general de las SS y evitar el desastre.

Esta película es de Lubitsch. Partamos de ahí. Pero, por si fuera poco, es la mejor y más magistral sátira hecha sobre el nazismo. Atizar a los genocidas a través del cine es una práctica loable. Pero atizar en pleno auge de dichos genocidas alcanza un grado mayor de loabilidad. Una mofa inteligente y sarcástica hace más mella que muchas balas. Bueno, literalmente no. Pero ya me entienden.

Ser o no ser es una comedia estratosférica. Con unas líneas de diálogo insuperables. Un ejemplo:

Conversación entre Joseph Tura, haciéndose pasar por el malvado Coronel Ehrhardt, y el también malvado profesor Siletsky.

- Joseph Tura: (hablando sobre su esposa, Maria Tura) Su marido es ese gran, gran actor polaco, Joseph Tura. Probablemente haya oído hablar de él.
- Profesor Siletsky: Oh, sí. De hecho le ví actuando una vez que estuve en Varsovia antes de la guerra.
- Joseph Tura: ¿En serio?
- Profesor Siletsky: Lo que él le hizo a Shakespeare nosotros se lo estamos haciendo a Polonia.

Y este es el nivel de brillantez durante los 99 minutos que dura esta maravilla de la comedia universal.

Ernst Lubitsch dirigió a actores y actrices como Gary Cooper, Greta Garbo, Gene Tierney o James Stewart durante su trayectoria fílmica. Todos estrellas de primer nivel. Aunque para esta película en concreto el director alemán otorgó los papeles protagónicos a dos actores que no son muy conocidos por el gran público hoy día. Y ellos se lo pierden. Jack Benny dio vida magistralmente al mimético cornúpeta Joseph Tura, mientras que Carole Lombard realizó el último papel de su tristemente corta carrera interpretando a la hermosa diva del teatro Maria Tura.

Carole Lombard estuvo casado con Clark Gable. El de las orejas, sí. El inolvidable Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, también. Por este hecho marital puede que sea más conocida pero lo cierto es que era una actriz dotadísima para la comedia y que dejó huella en Hollywood. Remarcable ésto último si tenemos en cuenta que falleció trágicamente a los 33 años.

Jack Benny no es célebre por sus películas. Hizo varias comedias entre los 30 y los 40 pero el cénit lo alcanzó con su fantástico papel en Ser o no ser. Benny era un comediante. Judío para más señas. Creció artísticamente entre vodeviles, como los Hermanos Marx. Adquirió repercusión masiva con su programa (primero de radio, después de televisión) The Jack Benny Program. Sólo había que mirar su rostro. Siendo correctos su cara era el de un cachondo mental que con sólo una mirada hacía presuponer que estaba en proceso la frase más ingeniosa y brillante. Y también tenía cara de pícaro. Aquellos que lean esta pieza y hayan visto la película recordarán con gozo la escena en la que Joseph Tura (como casi toda la película, disfrazado de alguien) debe entretener a Siletsky y para ello repite  "Así que me llaman "Campo de Concentración" Ehrhardt". Pongan ustedes a cualquier otro actor haciendo la escena. No sería igual.

Les diré porque deben ver Ser o no ser. Billy Wilder es el mejor escritor y director de comedias de la Historia del Cine. Ernst Lubitsch fue el maestro de Wilder y la película que nos ocupa es su mejor obra. Con eso ya debería valer.

Doctor Strangelove, Or How I Learned To Stop Worrying And Love The Bomb (Stanley Kubrick, 1964) Título en español: ¿Teléfono rojo? Volamos hacía Moscú


En plena Guerra Fría un general norteamericano decreta un ataque a la Unión Soviética porque cree que hay un complot comunista para contaminar los preciosos fluídos corporales de sus compatriotas. La decisión del general es unilateral, el presidente yanqui convoca a sus hombres de confianza para solucionar la catástrofe. Todo se agrava cuando el peculiar Doctor Strangelove advierte de la existencia de la "Máquina del Juicio Final" en manos de los soviéticos. La Humanidad está en peligro.

Desde el final de la II Guerra Mundial hasta mediados de los 80 el mundo se vio inmerso en un proceso de canguelo perpetuo debido a las diferencias habidas entre el bloque capitalista y el comunista. Digamos que prácticamente todos los países del mundo estaban con los mismos de corbata mientras que las principales potencias (soviéticos y estadounidenses) jugaban al "pero si no te he tocado".

Stanley Kubrick realizó una comedia negra tan ácida como magnífica sobre una realidad que acongojaba al globo por entero. Fue su única comedia. Realizó pocas películas, todas diferentes, todas únicas. Ya que me preguntan les diré que prefiero sus trabajos en blanco y negro. Y de todos, Doctor Strangelove... por encima del resto. ¿Por qué? Por el guión tan delirante y a la vez escalofriantemente factible y por Peter Sellers.

Peter Sellers nació con el don de hacer reír. Tuvo que ser el rey del recreo. Compadezco a sus cuñados en la cena de Navidad. No le hacía falta hablar, sólo tenía que hacer una ligera mueca para que los espectadores estuvieran por el suelo. Vean - o vuelvan a ver - El guateque. En esta película realiza tres papeles: el Capitán Lionel Mandrake, el Presidente Merkin Muffley y el inolvidable e histriónico Dr Strangelove. De entre todas las frases inolvidables de la película, muchas son verbalizadas por Peter Sellers. Una de las más contundentes:

El Presidente americano intenta poner calma cuando un general norteamericano y un embajador ruso llegan a las manos) "No se peleen aquí dentro, esto es la sala de guerra".

Hemos hablado de Sellers como razón primordial para visionar la película, sí, pero no olviden a George C. Scott (uno de los mejores secundarios del cine de siempre y uno de los dos actores - junto a Brando - que rechazó un premio de la Academia) ni a Sterling Hayden (Atraco Perfecto, La jungla de asfalto, Johnny Guitar, El Padrino). Cuando uno ve esta película tiene la sensación de que habrían pagado gustosos por participar.

Esta película es obligatoria por su argumento, por su reparto, por la locura que impregna todo el metraje, por Vera Lynn cantando We'll meet again, porque es de Kubrick, porque invita a la reflexión sobre algo escalofriante mientras provoca la carcajada; e insisto, sale Peter Sellers.

Life of Brian (Terry Jones, 1979) Título en español: La vida de Brian

Brian Cohen nace el mismo día y a pocos metros de Jesucristo. Su trapacera vida transcurre paralelamente a la del hijo de Dios. 

"¿Monty Phyton? (Risas) Sí, sí, son geniales. Surrealismo puro". De acuerdo, su humor es surrealista. Incluso debe decirse que sublimaron el humor absurdo e inconexo. Pero no se confundan. Esta película no es surrealista. Sí en la forma, no en el fondo. No se trata de una serie de abstractas escenas con el puro afán de hacer reír mediante la astracanada más hilarante y lunática. Todo lo contrario: es la sátira filmada más demoledora hecha jamás sobre la religión. El estreno de la película en el 79 levantó una polvareda descomunal de fervorosos creyentes muy ofendidos e indignados porque unos ingleses malos se habían reído de su fe.

La vida de Brian se censuró en Noruega. El morbo de lo prohibido hizo el resto. Como si de la manzana del árbol de la ciencia se tratara, la película fue degustada por millones de espectadores curiosos en todo el mundo. Realmente reírse de Dios es algo muy sano. Algunos médicos lo recomiendan con insistencia. Además, si el de barbas se sintiera tan ofendido ya habría contraatacado. O quizá ya lo haya hecho pero siempre se equivoca y golpea a los que menos culpa tienen. Ya saben eso de que Dios es o bien cruel o bien incompetente. O eso dice Woody Allen.

La iconoclastia de los miembros de Monty Phyton sumada a su habitual lucidez a la hora de hacer humor crearon una película única. Ese es el adjetivo. Es un caso parecido a los de los hijos muy buscados. Por temas económicos la películas estaba avocada al fracaso, sin embargo, la milagrosa aparición de George Harrison - sobre todo de sus billetes - propició que los humoristas británicos se pusieron a trabajar y crearan esta obra maestra del humor y del cine. Porque sí, las escenas aisladas resultan absurdas pero en conjunto conforman la estrepitosa y accidental vida de Brian Cohen. Nada sobra en esta película. Miento. Quizá la aparición de cierto extreterrestre sea una subida a la parra portentosa. Pero se queda ahí.

 A continuación algunas frases extraídas de la película que prueban mi opinión:

- Brian: ¿Te violaron?
- Madre de Brian: Bueno... al principio sí.

- Un seguidor de Brian: ¡Tú eres el auténtico Mesías! Lo sé porque he seguido a muchos y entiendo de ésto.

- Brian: ¡Estáis equivocados, no tenéis por qué seguirme! ¡No tenéis por qué seguir a nadie! ¡Tenéis que pensar por vuestra cuenta! Cada uno es un individuo.
- Todos los seguidores de Brian como una sola voz: Sí, cada uno es un individuo.
- Brian: Todos sois diferentes.
- Todos los seguidores: Sí, todos somos diferentes.
Una voz escondida: Yo, no.

Algunos de los muchos motivos por los que La vida de Brian debe ser visionada:
- Pijus Magnificus e Incontinencia Suma.
- Se aprende a declinar en latín.
- La escena de la lapidación.
- Mejorar la capacidad para el escondite.
- Porque esta canción es insuperable.

miércoles, 24 de abril de 2013

Microcuento: La hija de la gran puta

Y allí estaba yo, inmóvil. Con la rosa en la mano, temblando. Esperando una respuesta. Los segundos fueron años.
Dijo un no categórico.
Le pregunté por qué. Me dio un espejo.

viernes, 19 de abril de 2013

La lluvia que caló

Recuerdo con vivida y cristalina exactitud el día en el que me convertí en un cinéfilo muy golpeable. De los que están convencidos que el cine en blanco y negro es el mejor. De los que idolatran a gente como Ernst Lubitsch, Fritz Lang, George Sanders, Gene Tierney o Jack Lemmon. De los que dicen que John Ford es uno de los grandes poetas americanos de siempre. De los que sólo creen en Billy Wilder. De los que piensan que la etapa que comprende desde principios de los 30 hasta mediados de los 60 es inalcanzable en términos de talento, profundidad y estética. Ya lo dije, muy golpeable. Aunque también soy de los que no necesitan gafas y ,efectivamente, no usan gafas como atrezzo diario.

Fue un jueves de marzo de hace siete años. Procedo a contextualizar mi relación con el cine en aquellos oscuros años previos a mi desencadenamiento y posterior huida de la caverna de los gustos cinematográficos masivos. Las dos primeras entregas de Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (2003) y El cofre del hombre muerto 2006), Hitch, especialista en ligues (2006), Yo, Robot (2004) y Van Helsing (2004) conformaban mi particular videoteca. Mi película favorita era Armageddon (1998). La película que más veces había visto era Cara a cara (1997). Incluso leí el guión novelado, en un alarde de apasionamiento visceral absurdo. En una ocasión visioné Con faldas y a lo loco (1959). Mantuve mi rictus serio durante todo el metraje. ¿Eso era una comedia?, pensé. ¿Con esos chistes se reían hace 40 años? Pues ni puta gracia. 

Ciertamente era feliz en mi inopia. A decir verdad,hoy día también disfruto de muchas películas que muchos llaman - y con razón - comerciales. Me estoy yendo por otro vericueto. Ése era yo hace siete años.

En el último curso de la Secundaria escogí la optativa de Música. Ningún factor melómano me impulsó a ello. Para ilustrar mi relación académica con la música he de decir que en una ocasión, para evitar un examen de flauta - todos conocemos las bondades de saber tocar el Himno de la Alegría con la flauta dulce y su decisiva repercusión en el mercado laboral - comenté a la profesora de turno que sufría de afonía y, por tanto, me era imposible realizar dicho examen. Lo impactante fue que la profesora lo vio normal y me eximió. Y luego recortan en Educación.

Mis gustos musicales eran similares a los cinematográficos en ese momento. La pura vagancia me motivó a la hora de elegir esa asignatura. No había que realizar examen, no había que realizar trabajos de forma obligada. Sólo de forma voluntaria, ergo, a priori, era un aprobado regalado. El profesor era un apasionado de la música. Se notaba. Pero como profesor quizá flaqueaba. Alrededor de quince matriculados en su asignatura musical. La misma se impartía en un pequeño salón de actos que contaba con una pantalla de grandes dimensiones. La pantalla era fundamental porque las clases consistían en proyectar películas, en su mayoría musicales. El profesor paraba algunas escenas para explicar diversos conceptos. Esos conceptos eran absorbidos por tres de esos quince alumnos matriculados. Los que se colocaban en la fila de asientos de la izquierda. Los otros doce nos dedicábamos a hacer pasar la hora lo más rápido posible. Algunos hacían cítricos comentarios sobre las escenas proyectadas con el ingenio de una espumadera. Otros incluso llegaban a la particular aula provistos de todo tipo de víveres. Al profesor parecía no importarle demasiado. Durante las primeras dos semanas de la optativa formé parte de aquella patulea. Hasta que un jueves de marzo de hace siete años el profesor llegó a clase con una carátula roja. "Hoy veremos Cantando bajo la lluvia (1952), dirigida por Stanley Donen y protagonizada por el gran Gene Kelly". Mi reacción ante esa frase fue la habitual durante las dos semanas anteriores: pedir palomitas al de al lado.

La película empezó y algo cambió mi perspectiva. Posiblemente el hipotálamo tuviera algo que ver. Cada número musical era mejor que el anterior. Empecé a esbozar sonrisas. Mis pies se movían al son de aquellas canciones tan pegadizas. Mis compañeros  de bando me miraban con el ceño fruncido, probablemente. Yo sólo tenía ojos para la pantalla. Estaba disfrutando una película de los años 50. Aquello era un descubrimiento. Pero faltaba el remate, la puntilla final. Gene Kelly se despide de la joven aspirante a actriz en la puerta de su casa. Se acaban de enamorar. Llueve mucho. Un coche le espera. Llueve mucho pero él no quiere subirse al coche. Es feliz. En esos instantes podría destruirse el mundo pedazo a pedazo pero él reaccionaría igual. Es tan feliz que sólo quiere cantar y bailar. Llueve mucho y Gene Kelly chapotea como un infante rebelde. Es tan feliz que mientras veo su coreografía sólo puedo sonreír como un pánfilo.

 Algo hace que mantenga la sonrisa y el entusiasmo hasta que aparece sobreimpresionado el The End. Estoy engatusado. La clase de Música es la última del día. Abandono raudo el colegio, no me paro a hablar con nadie. Llego a casa, enciendo el ordenador y comienzo a buscar información sobre Gene Kelly. Esa misma tarde vuelvo a ver Cantando bajo la lluvia y termino la doble sesión con Un americano en París (1951). Desde ese día afronté la asignatura con verdadera devoción. West Side Story (1961), El violinista en el tejado (1971)... Disfrutaba con cada película proyectada en clase. Me sumé al grupo de los tres. Me postulé para hacer aquel trabajo voluntario que jamás me planteé realizar. El compositor Henry Mancini fue el protagonista de mi trabajo. En un primer momento, me vino a la mente un futbolista de la Serie A italiana que tenía el mismo nombre. Una vez metido en materia, descubrí y, por supuesto, disfruté con sus trabajos cinematográficos: la célebre sintonía de La pantera rosa (1963)Moon River de Desayuno con diamantes (1961), bandas sonoras de otras películas como Charada (1963) o Días de vino y rosas (1961). Vi todas esas películas y otras más. Lo único que tenían en común era la firma de Henry Mancini en lo musical. 

Mi paladar cinematográfico se diversificó sobremanera. Comencé a explorar todo tipo de géneros, de épocas, de directores, de actores. Comencé a valorar el cine como arte. Debido a este este cambio de rumbo inesperado decidí volver a Con faldas y a lo loco. Desde el primer chiste hasta el Nadie es perfecto sentí una felicidad parecida a la de Gene Kelly bajo la lluvia. 

Y hasta hoy.