lunes, 28 de enero de 2013

El otro Lynch

Los artistas, con sello propio reciben halagos y muestras de repulsión a partes iguales. Por los mismos motivos que unos les idolatran y veneran, otros sienten odio y desprecio. Cuando existe una personalidad marcada no hay sitio para la indiferencia. Es imposible. Si uno expone lo que piensa y no lo que piensa el resto de la humanidad, despierta amores e inquinas. Unos admiran ese pensamiento, otros o bien no lo entienden, o bien son como niños que en vez de usar una lupa para quemar hormiguitas, usan la lente de sus gafas de pasta. Existen casos contrastados de individuos que creen que Hitchcock está sobrevalorado como artista. Y no viven en cuevas, lo cual preocupa más si cabe. Pero no hablaremos ahora del maestro de perfil abombado.

Hablemos de uno de esos artistas odiados por muchos y amados por otros tantos: David Lynch.

En primer lugar una pregunta y sencilla: ¿Se sienten ustedes fascinados por las series de TV de los últimos 15 años? Los SopranoThe WireA dos metros bajo tierraBreaking BadDeadwood... Si la respuesta es SÍ, siga leyendo. En caso negativo, hasta otra ocasión. 

Si las series de hoy son alabadas por crítica y público, si generan devoción, es por culpa del hombre que nos ocupa. Si buscan "serie de culto" encontrarán el nombre de Lynch en la primera entrada.

David Lynch cambió la estructura de las series televisivas. En 1990 tuvo lugar el estreno de Twin Peaks. Los afortunados espectadores de la época disfrutaban de 45-50 minutos de (excelente) cine una vez a la semana.  El asesinato de Laura Palmer - del que se tiene constancia en los primeros minutos del episodio piloto - abre paso a una atmósfera turbadora, fascinante e intrigante que impacta por diferente. El escenario en el que se desenvuelven los acontecimientos no es la soleada California, ni las junglas de asfalto de Chicago o Nueva York. Un pueblo. Un pueblo pequeño, en algunos aspectos sórdido y delirante. Un personaje más, sin voz pero con una presencia intimidatoria y tenebrosa. Los 90 minutos del primer capítulo de Twin Peaks conforman una película más de David Lynch. Una de las mejores. Y de eso hablaremos ahora. De su cine en pantalla grande.

David Lynch tiene dos caras. Por una parte, el artista surrealista capaz de epatar, asombrar, fascinar y confundir con una sola escena. El fotógrafo, el director de cine, incluso pintor. Esta versión de Lynch desconcierta y maravilla a partes iguales. Si desean tener una certeza plena de lo que es el desconcierto, vean Cabeza borradora (1977). Si la han visto, seguro que tienen en mente ese ¿bebé?. También podemos ejemplificar la versión de Lynch que no deja indiferente a nadie con un momento de Blue Velvet (1986). Ese momento al principio de la película en el que el protagonista - Kyle MacLachlan - repara en una oreja humana cubierta por hormigas. Es un buen botón de muestra del universo de Lynch. Su cine bebe de las fuentes kafkianas con frecuencia. Hay mucho de absurdo y extraño en los lazos que surgen de su cine y que rodean y aprietan al espectador. El director norteamericano homenajea a Buñuel y Dalí, otros dos magos surrealistas. Turno para el Lynch que prefiero.

Me gusta el Lynch excesivo, inaccesible, voluntariamente casi hermético de gran parte de su obra. Insisto con Blue Velvet. No hay lugar para la vulgaridad en su metraje. Pero si tuviera que salvar dos películas de David Lynch, posiblemente serían las dos que menos tienen que ver con el Lynch artista y pensador. Yo prefiero al Lynch humano.

En 1977 dirige su ópera prima,  Cabeza borradora. A los tres años presenta su segundo largometraje. Pero en él no hay barroquismo. Se trata de la historia de Joseph Merrick. Un hombre que vivió en el Londres victoriano. Su sobrenombre da título a la película: El hombre elefanteLynch cuenta la historia de un ser humano que sufre una terrible deformación física. Pero lo hace con sensibilidad. No se recrea en el morbo ni en lo fácil. Retrata con precisión cirujana la humanidad del hombre que parece un monstruo y la monstruosidad de algunos que según los cánones deben ser llamados seres humanos. Otorga dignidad a este personaje que existió realmente. Hay una escena prodigiosa en la película.

Joseph Merrick, disfrazado para ocultar su rostro y su cuerpo, camina por una estación de tren. Unos niños se fijan en su esforzada forma de caminar y empiezan a seguir su paso. Comienzan a mofarse de él, se producen vejaciones. Al grupo de niños se les suma una parte de los hombres y mujeres que se encuentran en la estación. Ven una atracción de circo, un freak - la película de Lynch es en parte un homenaje a la excelsa La parada de los monstruos (1932), de Todd Browning - al que señalar y humillar. Sienten que deben mostrarle su (errónea e infundada) superioridad al monstruo. Merrick intenta huir, pero es frenado por una marabunta de estúpidos. Uno de ellos, le arrebata su dignidad y el saco que cubre su rostro. Merrick vuelve al circo del que salió para no volver. Emprende la huida hacía los baños de la estación. Tipos bien vestidos, andrajosos, todos se mueven por su sentido del morbo. Siguen al hombre elefante. Merrick no encuentra salida. Aquellos vuelven a arrinconarlo. Empiezan a asombrarse por la rareza macabra de su rostro. El hombre elefante grita desesperado. Todos callan. Ahora es Joseph Merrick. Comienza a hablar con tremendos problemas pero con su honor como baluarte.

No soy un animal. ¡Soy un ser humano! Soy un hombre.

Merrick se desmaya ante la rigidez de los allí congregados.

El hombre elefante es una prodigiosa y dolorosa fábula sobre la crueldad humana y la verdadera belleza. La que va más allá de la fugaz carcasa. David Lynch no rueda una película. Hace un regalo a la sensibilidad del espectador.

Casi 20 años más tarde, el creador de las dispares y singulares Carretera perdida (1997), Corazón salvaje (1990) o la posterior Inland Empire (2006)) crea otra película singular. Vuelve a retomar el testigo humanista con Una historia verdadera (1999). Un anciano, padre de una hija con deficiencia mental, emprende un viaje para reconciliarse con su hermano moribundo. Alvin Straight - nombre del protagonista y eje del juego de palabras del título en inglés: A straight story - realiza ese viaje en una cortacésped, a falta de otros medios. Lynch realiza un retrato intimista de la Norteamérica más rural. Cierta lírica acompasa la aventura de este cowboy pacífico y sencillo. Una historia verdadera es un country dulce y cálido. Un melodrama furnambulista que nunca cae en la sentimentalidad gratuita. Un relato útil y no apto para almas frías y crudas.

David Lynch es un artista imprescindible. También tiene sus lagunas. No tengan en cuenta Dune (1984). Vean El hombre elefante y Una historia verdadera. Si las han visto, es buena ocasión para volver a hacerlo.

Uno más

Un tipo bien trajeado. Con un maletín. Va caminando por la calle,tiene una reunión a las 15:00. Son las 14:55.

Justo en la esquina del edificio al que se dirige, un señor vestido con andrajos está pidiendo limosna. No tiene trabajo, necesita el dinero para comer, tiene dos hijos. Un cartel con ortografía mejorable.

El señor de la esquina del edificio extiende su mano ante el tipo bien trajeado. Éste le dice que tiene prisa. Que no le puede dar ni un céntimo. Que se busque un trabajo de una vez. Que ya está bien.

El tipo vestido con andrajos vuelve a extender su mano ante una señora que pasa con su hijo. Recibe una moneda de dos euros. Sonríe a la señora y deposita la moneda en la caja de cartón que sirve de punto de apoyo al cartel dónde refleja su situación. Dirige su mirada a otro señor y extiende su mano.

El tipo bien trajeado ve que el portero del edificio abre la puerta a los visitantes y que éstos le dan una moneda a modo de propina. El tipo busca en sus bolsillos pero ni calderilla encuentra. Sólo tiene billetes.

En un acto reflejo, vuelve a la posición del pedigüeño y mete la mano en la humilde caja fuerte. El señor de la esquina no se percata. Vuelve a extender su mano. No se da cuenta que es él de nuevo. Otra negativa. El tipo bien trajeado tropieza y el botín robado cae al suelo. El pedigüeño le ayuda a recoger las monedas del suelo. El tipo le dice que tiene prisa, que se apresure.

El tipo bien trajeado se marcha con prisa, da una propina al portero del edificio y esboza una mueca mirando al pedigüeño. Éste sigue extendiendo la mano a los viandantes.

El dueño del kiosko situado enfrente del señor vestido con andrajos le pregunta:

- Oiga, ¿no ha visto usted que ese hombre le ha robado?
- Uno más.

viernes, 25 de enero de 2013

La de los piojos

Tenía que ir a un sitio y mientras me dirigía a ese sitio, pasé por la puerta de un colegio. La campana había sonado unos minutos antes y comenzaba el desfile. Niños de varios tamaños y edades. Un fastuoso despliegue de chándales. Los vi verdes, naranjas, rojos, amarillos. Mucho grito abarrotaba ese tramo de la calle mientras la marabunta se hacía paso entre codazos camino a la libertad. Los más débiles no lograban aguantar la tensión ni los choques y caían al suelo irremediablemente. El niño Charles Darwin era bajito y canijo.

Esquivé como pude a los niños y sus carritos. Maldije la coincidencia que hizo que pasara por la puerta de un colegio en hora punta. Entre perdones y lo sientos comencé a ver la luz. Cuando estaba a punto de cambiar de calle y dejar atrás aquel horror, choqué por quincuagésima vez. Con una señora que estaba atando los cordones a su hijo. Me disculpé y seguí caminando. O eso intentaba. Una fuerza sobrehumana impidió mi avance. Una fuerza empleada por una mano, creo que humana, que me asía con fuerza. Miré a mi espalda. Aterrado. Era la señora que estaba atando los cordones a su hijo. En primer lugar, mi mente elaboró un porqué absurdo: la diligente y metódica señora habría percibido que mis cordones también estaban desatados y no lo podía permitir. Lo comprobé incluso. Estaban atados. ¿Entonces?

Una vez me tenía inmovilizado e inerme, la señora me llamó por mi nombre. Mientras lo hacía, me giró súbitamente. Como si estuviéramos bailando un dantesco y absurdo tango, en medio de la multitud. Cerré los ojos por la velocidad del giro. Cuando los abrí, estaba frente a la señora. Calculé unos 40 años.Su cara era redonda como un queso que es redondo. Piel cetrina, muy cetrina. Adornada por una plasta que supuse era maquillaje. El resultado era un tono amarillo cálido. Todo era desconcertante. Los ojos muy maquillados, como si una promesa estuviera por medio. Una falda negra, una blusa negra y un abrigo plateado rematado con un gorro con plumas. Zapatos de tacón. No creí que trabajara en un bufete de abogados del centro. Sospeché desde un primer momento que no era una incondicional de Saramago. Mis deducciones se confirmaron cuando la señora habló. Una voz más propia del tono chirriante de un pájaro tropical repetía mi nombre sin parar. Horror, me conocía.

Tres, cuatro, cinco, seis. Mi nombre se desgastaba por momentos en boca de la señora que hace unos segundos ataba los cordones a su hijo. Yo no respondí. Estaba superado por los acontecimientos. Una gran sonrisa bobalicona asomó. Ella esperaba que yo supiera quién era. Pasaron unos segundos interminables, vi pasar las estaciones con Vivaldi de fondo. No reconocía a aquella señora. Ella comenzó a impacientarse.

A continuación, la conversación que mantuvimos. He refinado las palabras de la señora. Por el bien del lector.

- Sí, hombre. Soy Susana. 
- ¿Susana? No te ubico.
- Susana, tío.
- De verdad que no sé. Mira es que tengo prisa y empiezo a sentir un cosquilleo muy desagradable en el brazo - ella me soltó, mientras se disculpaba -.
- Estaba en tu clase, en el colegio. En cuarto de Primaria. ¿De verdad no te acuerdas de mi?

Me cambié de colegio en ese mismo curso. La probabilidad existía. Pero no me acuerdo de lo que hice el martes pasado, como para recordar a mis compañeros de clase de hace más de 10 años.

La señora me explicó que no era tan señora. Tenía veintitantos. Como yo. La lógica es innegable. También me dijo que había tenido dos hijos y que se encargaba de su casa. Todo era inútil. No reconocía a Susana. Y menos a la señora con apariencia de admiradora de talk-shows que se la había comido. Ella, obcecada, seguía insistiendo pero era inútil - tanto que ella tuviera éxito como yo en general -. Me despedí de forma cortés. Me disculpé del mismo modo. Evité con gráciles movimientos que volviera a agarrarme el brazo y me fui.

Susana estaba desesperada. Era una derrota. Así que, a voz en grito, usó el último cartucho. Volvió a gritar mi nombre. Me giré hastiado y escuché su último intento.

- ¡La que tenía piojos!

jueves, 17 de enero de 2013

El tonto y la bicicleta

Era por la mañana. Era temprano. Era indecentemente temprano. Madrugar es obsceno. Caminaba por inercia. Un cuerpo que avanzaba pero sin rastro de humanidad.  El piloto automático encendido. La nave no estaba tripulada. ¿Quién conduce ese coche? Muy temprano.

Tenía unos menesteres que realizar. Un par de menesteres, concretamente. Crucé por el descampado. Antes sobre aquella explanada se levantaba una tienda. De algo, no recuerdo. Hace muchos años que se sacó las oposiciones a solar. Algunos dicen que pronto se construirá allí un centro comercial. Quizá sean aparcamientos. No existe negocio en el mundo que no haya salido a colación cuando en la zona se habla del descampado. Ninguno. Piense usted el que quiera. No. Ese no. Ese tampoco. Mire, eso no es ni legal, ni moral y seguramente los Testigos de Jehová se sentirían halagados.

Decía que crucé aquel descampado. Tenía cierta prisa, pero tampoco mucha. No me importaba ser impuntual. Atravesé la verja que rodea el solar. Unos 200 metros me separaban de mi destino: la parada del autobús. La superficie del descampado es - era, será - agreste. Mucha piedra, algún matorral, más piedras, alguna hondura y piedras. Habría sido más civilizado rodear el descampado por la acera. Más comprensivo con mis tobillos. Pero la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. O eso dicen los que portan gafas. Conforme me aproximaba al destino, divisé a lo lejos que el autobús se escondía tímido detrás de la esquina de una manzana próxima. A falta de unos 30 metros, el autobús arrancó. No pensaba correr. Ni siquiera trotar para agarrar aquel transporte. Tenía cierta prisa, pero tampoco mucha.

El autobús pasó de largo. Me juré no llorar. Estaba a punto de salir del descampado. A lo lejos, junto a la parada, unos gritos. Algunos viandantes increpaban a un joven. Un joven ciclista. Tendría unos 16 años. Circulaba a gran velocidad. No sólo eso, también realizaba extremas cabriolas mientras saludaba al respetable que no le respetaba. Llevaba ambos manos en en los bolsillos.Esquivando ciudadanos como entretenimiento. Cuando vio que tenía público, comenzó a elevar la rueda delantera durante varios metros consecutivos. Exclamaba algo así como: ¡AMO LOCO! Quiero creer que estaba en lista de espera para un trasplante neuronal. Un tonto era.

Tonto es el que hace tonterías. Alguien carente de sentido común. Como el joven que circulaba en bicicleta. Sólo alguien carente de sentido de común no repararía en que durante las noches más frías del invierno, el suelo se reviste de rocío durante las primeras horas de la mañana. Ergo, resbala. Resbala bastante. Hay que ir con cuidado para no resbalar. Pero el tonto lo es por algo. 

Sí. En plenas piruetas ciclistas, el tonto resbaló y se precipitó con estrépito al suelo. No quiero decir que me alegré. Pero sí. Me alegré bastante.