miércoles, 25 de septiembre de 2013

Hamburguesa de tofu

Últimamente algunos compañeros de facultad realizan comentarios en redes sociales del tipo: "¡Aprobé la asignatura que me faltaba! ¡Por fin soy periodista!" No me quiero enfadar con nadie, pero es un comentario incorrecto.

Con el último aprobado de la carrera uno obtiene el título que le acredita como Licenciado en Periodismo. Ésta es una realidad tangible e incontestable. Pero ser periodista es quizá el oficio más vocacional que existe. Si uno respeta, ama y, sobre todo, entiende qué es el periodismo y lo que representa, pone un pie en la facultad el primer día siendo ya periodista. A lo largo de 5 años o los que sean, se van incorporando herramientas y conceptos. La mayoría son inútiles y absurdos, para qué engañarnos, pero algunos sirven y mucho. Pero sin esa base vocacional, todo es absurdo. El periodista nace. El que se hace no es periodista. O sí, pero será como una hamburguesa de tofu: un sinsentido, un absurdo, algo artificial que intenta ser algo que no es y fracasa.

 No concibo - pero hay casos a puñados - que una persona elija periodismo porque algo tiene que estudiar. En ese caso, no eres periodista ni aunque saques todos los créditos. Serás un ser humano que ha aprobado todas las asignaturas de Periodismo, pero no serás periodista.

Quizá tenga una concepción demasiada romántica de la profesión, incluso sea muy ingenuo pensándolo. Pero si no es la postura correcta, está muy cerca.

sábado, 14 de septiembre de 2013

La felicidad es efímera

Casi siempre he jugado al fútbol con individuos de más edad. Desde niño. Si lograba adaptarme e incluso ganarme el respeto de los mayores, cuando jugara con mis congéneres, destacaría. 

Comprobé esta teoría un viernes de mayo. Tenía 14 años. Mis amigos - mayores que yo unos dos años - se apuntaron a un campeonato de barrio de fútbol sala. El nombre del equipo era ambicioso cuanto menos: "Un punto es un punto". Por edad, no pude inscribirme en el torneo. Aún así acudí al primer partido. El otro equipo era francamente bueno y se llegó al descanso con un sonrojante 5-0. El otro equipo era más que bueno. Justo antes de llegar al descanso, Basilio se lesionó. Si con el equipo al completo cayeron 5 goles, con uno menos habría estado curioso el resultado final. Casualmente llevaba mis botas de fútbol e iba con calzonas porque era verano. Mis amigos sumaron dos y dos y me pusieron la camiseta del lesionado Basilio. Los dorsales de las camisetas estaban planchados. Literalmente. Por lo tanto fue fácil quitarle el 1 a la camiseta de Basilio. Jugué con el 7.

Al salir del vestuario notaba las miradas del respetable. Era por la noche y había bastante gente incluso para ser un campeonato de barrio. Unos treinta chavales de varias edades. Mi acongoje era considerable. No ayudaba que Basilio me sacaba dos cabezas y su camiseta podría haber alojado a otro individuo de mi talla. No ayudaba nada. El árbitro pitó y arrancó la segunda parte.

En los primeros 10 minutos no toqué un solo balón. El otro equipo metió 4 goles en ese espacio de tiempo. Las burlas desde fuera eran tremendamente ingeniosas e hirientes. Algunas me apuntaban directamente a mí, al "canijo paquetillo". Durante esos 10 primeros minutos intenté ayudar a que el equipo remontara el partido. Si tocaba un balón, era para pasarlo a un compañero y desmarcarme. Corrí mucho intentando presionar y ayudar. Hasta que escuché con una nitidez prístina el "canijo paquetillo". Ahí dije basta. Pensé que el partido estaba muy perdido. Todo lo perdido que puede estar un perdido. Decidí empezar a jugar por mi cuenta.

Después del agravio hubo un saque de banda que favorecía a mi equipo. Recibí el balón y me giré. Llegaba un larguirucho raudo a presionarme. Miré hacia un compañero a mi izquierda, giré el cuerpo hacia esa dirección pero al notar que el larguirucho estaba ya encima, pisé la pelota en sentido contrario y le dí un toquecito con la puntera. Caño. Se oyó un "OHHH" en la grada. Avancé, pero no pude con el segundo defensor. Hubo una contra pero no exitosa para el otro equipo.

La siguiente vez que controlé el balón, éste llegó por alto. Ante la llegada de un corpulento chaval que no cumplía los 17 opté por levantar el balón por encima de su cabeza. Controlé el balón con el pecho y volví a levantar el balón sobre su testa. Bajé el balón al suelo y empecé la arrancada. Bicicleta para salir por mi derecha. El bicicleteado resbaló, redondeando aún más la jugada. Estaba lejos de la portería, pero probé el disparo. Desviado.

Con cada balón que recibía, notaba los jaleos de los allí congregados. Ya sólo era canijo. Recibí el balón en cuatro ocasiones más. Mi mente siempre procesaba igual la situación: ellos están cansados, el partido está perdido, habrá que divertirse. En ninguna de esas cuatro jugadas le pasé el balón a un compañero. En ninguna. Hubo un par de caños más, varios amagos, algún regate de esos que salen una de cada 50 veces que se intenta pero que cuando salen no hay más que hablar, algún codazo, más de 5 patadas y un gol.

El árbitro estaba a punto de pitar. 9-0 en el marcador virtual (virtual porque no había marcador físico). Mientras mi portero iba a por el balón para sacar de fondo, observé como mis padres llegaban a la pista dónde se disputaba el partido. Todos los allí reunidos estaban pendientes de mí, de qué jugada iba a realizar. "Que la coja el 7". Me gustaba que estuvieran allí mis padres. Sobre todo mi padre. Era mayo, pero eran más de las 12 de la noche. Refrescaba.

Decía que hubo un gol. El portero sacó en corto para el cierre. El cierre me vio y me pasó el balón francamente mal. Esprinté para que el balón no saliera por la banda. Sabía que si salía, el árbitro pitaría. Quería que mi padre viera cómo marcaba un gol. Dejé la pelota en la línea y por la inercia choqué contra la valla. En ese lapso, un jugador del otro equipo con el que había sido especialmente sanguinario decidió vengarse de mí. Corrió hacia mi posición con tendencia asesina. Empecé el movimiento para mi derecha, pero en el último momento encaré mi izquierda y levanté el esférico sutilmente esquivando la planta del pie del rival. El infeliz se enredó en la valla. Que se joda, pensé. Inicié el sprint, quedaban tres y el portero. Por velocidad me deshice de otro. Quedaban dos y el portero. Los jaleos se acentuaban en el público. Un compañero de equipo se abrió a la banda derecha. Con el interior del pie derecho envolví la pelota, de diestra a siniestra, el defensa se comió el engaño y me dejó el camino aún más libre. Quedaba uno y el portero.

 Llegué forzado al último jugador de campo. Antes de chocar con él, y sufriendo ante la pérdida del balón se me ocurrió: pisé la pelota con la planta del pie derecho y cuando el espacio entre sus piernas era suficiente, golpeé la pelota con la puntera del pie izquierdo, de forma muy sutil, como un susurro. La pelota se deslizó entre sus piernas. Sólo quedaba el portero.

El portero salió de debajo de los tres palos. Los gritos eran ensordecedores. Aún hoy, muchos años después, no sé por qué salió el portero, con un 9-0 y a punto de finalizar el partido. Pero lo hizo. Recuerdo que sonreí mentalmente. Ante su salida, y agotando el fuelle que me quedaba, desplacé el balón a su derecha y corrí por su izquierda. Le superé. La portería vacía. Controlé el balón y sin mirar chuté tan fuerte como nunca lo he vuelto a hacer. Era el gol del honor de un 9-1. Pero se gritó tan fuerte que de los bloques de pisos se encendieron decenas de luces. El árbitro pitó.

Muchos se acercaron para felicitarme, para saludarme. Estaba muy feliz conmigo mismo. Casi llegando al tope. Los mayores me respetaban. Yo no era un chaval normal, en ese momento era una deidad terrenal. Así de fácil. Pero la felicidad es efímera. Mi madre llegó, se despojó de su rebeca (una rebeca de madre) y me la puso a la voz de "te vas a enfriar". 

Volví a ser un canijo de 14 años.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Oda al caño

El fútbol consiste en conseguir que un balón reglamentario se aloje en unas redes fijadas en tres maderos. Es el objetivo principal. La razón de ser de este deporte. Para conseguir esta circunstancia 22 individuos - o 14 o 10, según el tipo de fútbol que se practique - corren detrás de un balón, se lo pasan y le propinan puntapiés para marcar un gol. Los pragmáticos definirían así el balompié, olvidándose de todos esos maravillosos complementos accesorios que enamoran a millones de personas en todo el mundo. La habilidad técnica es uno de esos añadidos que hacen especial al fútbol. Digo añadido porque no surgió con el origen mismo del fútbol: los ingleses no pensaron en el regate cuando crearon este deporte. Con el tiempo, y afortunadamente, se ha hecho un fijo. Dentro del amplio abanico que el repertorio técnico futbolístico ofrece destaca un gesto, una maniobra, una acción; en su pináculo, mirando desde lo alto al resto, se encuentra el caño.

Cachas, cachitas, túnel... Son muchas las maneras de mencionarlo pero sólo una de definirlo: pasar el balón entre las piernas del contrario. A ver, no desprecio al resto de gestos técnicos que hacen que el fútbol sea tan espectacular. Pero el caño es especial. Cuando se consigue hacer efectivo, la sensación es que la jugada ya está salvada. La satisfacción del ejecutor es directamente proporcional a la humillación del castigado. Que tu novia te deje por tu amigo el feo el día de tu cumpleaños no debe sentir especialmente bien o descubrir que tu padre no es tu padre en una lectura aleatoria del contador del gas pero un caño de esos que se llevan a cabo con una pisadita sutil y leve, de esos que te esperan y te la dan de una forma casi poética, que parece que no han tocado el esférico, de esos que hunden moralmente. Eso es devastador. 

Servidor es un jugador mediocre. Técnicamente aceptable, pero con un fondo físico y una falta de carácter que siempre han lastrado mi proceder futbolístico. Aún así, siempre he sido y seré de caños. He perdido partidos, muchos, pero ganado muchas batallas particulares dentro de esas derrotas. No existe mayor placer que no sea horizontal que efectuarle un caño al bueno del otro equipo. Oír como su orgullo, pese a haber marcado 3 goles, se queda ahí, en ese medio metro cuadrado y se despedaza al chocar contra el suelo. Billie Holiday cantaba muy bien, pero el murmullo de admiración que se produce después de un caño especialmente espectacular es toda la música que necesito. Ese murmullo nutre el ego, alimenta el alma, hace feliz.

Lo que quiero decir es que marcar un gol es una sensación bonita. Pero hay caños que deberían valer exactamente lo mismo que un gol.

El fútbol sin caños no es fútbol.


jueves, 12 de septiembre de 2013

Scaried cleaner

Hay personas asustadizas. Sí. Personas que tienen la guardia baja la mayoría del tiempo y, por lo tanto, tienden a impresionarse y sobresaltarse cuando algo anómalo sucede a su alrededor. Luego están las personas muy asustadizas. Las que oyen un murmullo o intuyen un movimiento inusual y del salto lograrían diploma olímpico, cuanto menos. Y luego está Amparito.

Amparito es una mujer que viene un par de veces a la semana a mi casa para limpiar. Amparito está en plena treintena. No cumple ya los 37. A simple vista es una mujer sana, sin grandes problemas aparentemente. Pero algo falla. Amparito vive en un susto permanente. En un sobresalto perenne. Vive en una película de terror de las malas.

Amparito lleva en torno a un año viniendo a mi casa a limpiar. Es simpática, hacendosa al parecer. Pero se asusta mucho. Por cualquier cosa. Pero sobre todo conmigo. Recuerdo el primer día que vino a casa. Me levanté temprano - temprano según mis parámetros - y me dispuse a tomar el pasillo rumbo a la cocina. Justo al llegar al cuarto de baño, ella salía. Encontronazo. Yo no sabía que ella estaba en casa, ella no sabía que yo estaba en casa. Hubo un susto inicial, seguido de desconcierto, continuado por una explicación y culminado por mí con un "bueno, me voy a desayunar". Esta situación es normal.

Lo que no es normal es que durante este año, todos y absolutamente todos los días que ha venido a limpiar y yo he salido de mi habitación a desayunar se asuste cuando me ve. Siempre. Como si tuviera una promesa. "Ay, qué susto me has dado". "Ay, no te esperaba". "Ay, que no te he oído venir". Yo no he hecho ningún módulo superior de ninja. El sigilo no es mi virtud. Pero si todo el mundo tuviera la misma caraja vital que tiene Amparito, me podría ganar la vida como espía. Y en pijama.

No soy ningún adonis pero dudo que mi presencia física sea tan grotesca como para asustar a una persona humana con salud dos veces en semana durante un año.

Hace tiempo que intento poner remedio a esta situación. Cuando abro la puerta de mi habitación y sé que Amparito está en algún rincón de la casa hago ruido. Que sepa que hay alguien. Enciendo varias veces las luces para que se oiga el sonido del interruptor. Hago como que me choco con los cuadros. Enciendo el grifo del agua del lavabo. A veces exclamo "¡QUE VOY!". Pero es inútil. Amparito siempre se asusta.

Creo que compraré un cencerro. 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Juan, el musicólogo que ejerce en la intimidad

A mí no me gusta la gente. Entendiendo gente como masa informe de individuos que se mueve por impulsos. Me caen mal, no les entiendo. No me gustan.

La gente da la mayoría absoluta al PP. La gente ve Gran Hermano. La gente ve normal que los pantalones arremangados estén de moda e incluso viste así. La gente se pone camisetas de grupos de música de los que no conoce ni una canción o de jugadores de baloncesto de los que no conocen ni el nombre de pila. La gente "piensa de que...". La gente opina de todo sólo porque hablar es gratis. La gente no pone en silencio el móvil. La gente no lee de forma masiva mi blog.

No me gusta la gente, pero sí algunas personas. No está todo perdido. Dentro del mazacote social al que llamamos gente se encuentran personas peculiares que trascienden y se convierten en personajes únicos que hacen la vida más asimilable. Uno de esos personajes es Juan y es mi peluquero.

Mi peluquero es un currante. Destaca en el perfilamiento de patillas, pero su unicidad no reside en su pericia con la tijera. Juan es posiblemente una de las personas en el mundo que más sabe de rock británico y americano de los años 60 y 70. No exagero. Descubrí esa faceta suya después de dos años acudiendo a su peluquería. Hasta ese momento, mis conversaciones con Juan se centraban en el fútbol y poco más. Un día sonó en la radio una canción, seguramente muy buena, que yo conocía y al verbalizar mi conocimiento Juan se sorprendió sobremanera y procedió a explicarme la vida y milagros de todos los miembros del grupo y su trayectoria. Era The Band.

Son casi 7 años yendo al mismo peluquero. Los hay mejores, seguro que sí, pero no conozco a ninguno que por ocho euros te corte el pelo y te dé una clase magistral sobre la época dorada del rock and roll. Juan podría ser crítico musical. Mejor dicho, Juan tiene más conocimientos musicales que muchos de los periodistas que viven de hablar de música. Además es dadivoso. Con cada visita, Juan me obsequia con un disco cualquier de un grupo cualquiera, a mi elección. Sólo tiene que ser un buen grupo. Si es de los 60 o los 70, siempre me dice Juan, es bueno.

Con Juan sólo hay un problema. Pero es subsanable con el tiempo. Juan no sabe inglés. Puede decir el nombre de los componentes de Cream o The Jeff Beck Group - y otros grupos a los que pertenecieron antes o después - pero no los entenderías nunca. Juan sabe tanto de música que puede detallar qué disco sacó The Who en 1971, quién trabajaba entonces como su mánager y cuántas copas había tomado Keith Moon la noche antes de la salida del disco al mercado. Y el nombre del camarero incluso, si deja la tijera durante un momento y reflexiona. Pero insisto, lo que el oído desentrenado entendería serían sonidos prácticamente guturales.

Con el tiempo me he acostumbrado a su pronunciación y he aprendido lo suficiente como para saber que no sé nada de música y nunca sabré. Lo único que sé con certeza es que Juan es único.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Perdón

Este blog cumple un año (realmente fue hace dos días pero acabo de darme cuenta).

Mi intención no es mala, de verdad.