miércoles, 2 de diciembre de 2015

El rozar de nunca acabar

He de admitir que en lo que a mí respecta el compromiso, en materia sentimental, es un informar de la voluntad de uno mismo de adquirir una vivienda con verbo y sustantivo juntos y una consonante cambiada.

No es un problema de poca madurez. No, no lo es. Es una carencia total, absoluta, pantagruélica, dantescamente desoladora de madurez. Madurez emocional, aclaro. Prácticamente ya no desayuno galletas de dinosaurios. Sólo los días pares. 

Era una mujer de esas que dicen "señorita, por favor" ruborizándose porque la señorean debido a su edad. No diré su edad numérica porque no la sé. Pero no es menos cierto que por su apariencia bien podría haber presenciado la meteórica trayectoria presidencial. Aquel día el autobus - ¿otra vez? - rebosaba. De una manera no hiperbólica. Estar allí dentro invitaba a reflexionar seriamente sobre aquel pensamiento de ese maestro del pragmatismo que es Dwight K. Schrute sobre lo necesario de una plaga. Efectivamente, había mucha gente.

En aquella tesitura agreste e inhóspita agarrar una barra para no perder el equilibrio era un mero qutomatismo inútil. Físicamente era imposible caerse al suelo. No había centímetro cuadrado sin ocupar. Ortega Lara lo hubiera considerado agobiante. Sin embargo, por costumbre, me agarré. El autobus arrancó.

La mujer estaba a mi lado. Asida a la misma barra, partícipe también de aquella farsa. El resto de manos allí agarradas respetaba en la medida de lo posible e espacio personal. Todos sabemos que en un medio público la realidad es diferente, que cualquier roce, especialmente en la mano es motivo de alarma, de peligro real, de daño, de apocalipsis. Si el roce ocurre de manera fortuita, se reacciona de manera exagerada. Pero si el roce se regulariza, si el roce deja el cepillo de dientes en el cuarto de baño de tu confort, el drama es de William Wyler.

El primer roce lo tomé como algo casual. Nada importante.  

Con el segundo esbocé una sonrisa que decía "hay que ver cómo se mueve este autobus hoy, vaya conductor tenemos, qué alocado.... NO ME TOQUES MÁS."

El tercero duró más de un segundo, y un segundo en esa situación se multiplica, de una forma parecida al Palacio del Espacio y el Tiempo donde entrena Goku. También se multiplicó el agobio. Había pasajeros que empezaban a llorar de la impotencia.

Llegó el cuarto como llegan todas las desgracias; esperando que nunca lleguen. Dada la frecuencia de contacto, no era una locura pensar que mucha gente habría ejecutado la danza horizontal - o vertical - del amor con menor rozamiento.

En el quinto asumí que me encontraba en la relación afectiva más duradera y próspera de toda mi vida.

Por supuesto llegó el sexto. ¿Y el séptimo? Hombre, y tanto. ¿Un octavo te parecería abusivo? ¡Pues menos que el noveno!

La boda es en mayo de 2016.

lunes, 5 de octubre de 2015

El olvido del moderno Magallanes

Estaba este hombre arrastrando una pequeña canoa hinchable. También portaba lo que parecía una nevera dominguero style. Sobre sus hombros una mochila. Nada más.

En un arranque bohemio del cual me arrepiento en tanto forma, nunca fondo, me encontraba leyendo en una playa. Lorenzo terminaba la jornada laboral y ante el desalojo turístico los pescadores del pueblo comenzaron a instalar sus aparejos en la orilla. Un grupo de tres hombres rayando la cuarentena se había situado en mis proximidades. No reparé en ellos hasta que llegó Matías. Dejó sus cosas en la arena y exclamó:

- ¡Lo voy a hacer!

Seguí postureando.

Cuando volví a la escena la pequeña canoa hinchable estaba ya en el agua. Desconocía por completo los motivos, pero se asemejaba a un "no tienes lo que hay que tener para..." de manual. Lo cierto es que este hombre estaba ya subido en la canoa, remando, ante los gritos de sus amigos, mitad guasa, mitad más guasa aún. El hombre tenía un objetivo, eso era irrebatible. ¿Cuál? Difícil de decir. Seguía avanzando, inexorable. Conforme dejaba más lejos la orilla los gritos de sus amigos abandonaban progresivamente, metro a metro, el afán cómico para adoptar una postura más de alerta:

- ¡Pero Matías, ¿estás loco? ¡Que es de noche!

Efectivamente era así. Hacía 10 minutos que era imposible leer allí. Pero el avance de Matías era hipnótico. Resultaba evidente que si la mente de Matías fuera la cabina de un avión el piloto se había quedado encerrado en el baño y el copiloto directamente estaba de baja. Esa nave iba directa a la locura. Matías parecía un familiar cercano, y algo más comodón, de Alfonsina (la del mar).

Llegó un punto en que el pavor se presentó, dijo Buenas noches y ya era uno más dentro de ese grupo de amigos. Se notaba en cómo temblaban sus voces. Matías había perdido evidentemente la cordura. Se había sacado el B2 de ser un puntito en el horizonte. Curiosos empezaron a arremolinarse atraídos por los gritos. No era noche cerrada pero la lejanía de Matías ya le convertía en manchita casi imperceptible. Los recién llegados me preguntaban lo ocurrido, yo dí mi mejor respuesta, la que consideré que mejor reflejaba la situación, su gravedad, "nada, un loco en una canoa de niños pequeños", expliqué.

El pavor había avisado a la desesperación. La desesperación dio un toque al miedo y aquello era tal esperpento que Valle-Inclán habría estado horrorizado, pero también algo orgulloso.

El loco Matías había desaparecido. Ya no se le divisaba. Minutos de desconcierto.

Más minutos de desconcierto. Pocas veces un desánimo tan cundido.

- ¡¿Matías?! ¿Ese es Matías?

Sorprendentemente, como desapareció, volvió. Matías, el retorno. Y lo hacía a buen ritmo. Los abrazos se sucedían. La algarabía llegó con amigas.

Tan pronto puso un pie en tierra, Matías pasó fugazmente por delante de sus amigos. Desconcierto. Se arrodilló cerca de las pertenencias de sus amigos y después de un rato de búsqueda denodada cogió algo de la arena. Ante el asombro de todos, echó una mirada de complicidad con sus muy epatados colegas, todo lo epatados que pueden estar unos colegas realmente.

- El móvil, que se me olvidaba el móvil -dijo entre risas.

Volvió a subirse a la canoa y emprendió de nuevo el viaje ante el estupor general.

Quedan claras dos cosas.

1. El sitio de Matías definitivamente era el mar.
2. Ese móvil no estaba pagado.

viernes, 21 de agosto de 2015

A Daniel Rabinovich

Lo anunciaron poco antes de empezar el espectáculo. Rabinovich no saldría al escenario esa noche, se encontraba indispuesto. Se produjo un murmullo entre el público. Lógico, no era cualquier ausencia. Rápidamente salieron todos los demás: Mundstock, Maronna, Núñez Cortés, López Puccio y otros dos hombres desconocidos vestidos como Les Luthiers, los reemplazantes de Rabinovich. La función fue excelente, como siempre. Pero faltaba la guinda. Mala suerte, pensé. El año que viene nos veremos, Daniel. Esto ocurió en 2013. 

Viernes, 21 de agosto de 2015. "Ha muerto Daniel Rabinovich". He releído varias veces el titular, esperando que fuera un error, deseando que fuera un error. Para Argentina, para su familia, para sus compañeros, para el mundo de la cultura, la pérdida es irreparable. Se va uno de los luthiers más queridos, seguramente el más carismático, el más cercano. Uno puede escuchar a Mundstock hacer una de sus brillantes introducciones y quedar abrumado por su voz absoluta, puede asistir obnubilado a la maestría de Maronna a la guitarra o de López Puccio al violín (latín), puede fascinarse por cómo Núñez Cortés es capaz de tocar una pieza imposible al piano con las manos cruzadas mientras guiña un ojo al público. Pero Rabinovich era único.

Hacer reír posiblemente sea de las cosas más difíciles de la existencia. Rabinovich lo hacía como nadie. Una mirada cómplice, un arqueo de cejas. No hacía falta más. Las carcajadas  venían en oleadas. No he visto a nadie capaz de genera tanta empatía de forma instantánea, sólo Rabinovich. Por si fuera poco también cantaba, actuaba, tocaba instrumentos. Todo prodigiosamente. No era posible ver un recital de Les Luthiers y no enamorarte de él irremediablemente. Se ha ido el hombre, pero queda el artista y sus - innumerables - momentos únicos. Su particular monólogo, el bolero "Pérdonala", la payada de la vaca... Si lees esto y no te suena nada, enhorabuena, eres la persona más afortunada del mundo. Disfruta.

Siento como si hubiera fallecido un familiar muy querido. Creo que nadie me ha hecho reír más en mi vida. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Rabinovich y a Les Luthiers en directo. Recuerdo perfectamente que cuando el telón se abrió y aparecieron empecé a aplaudir como si por decreto al día siguiente estuviera prohibido. En pleno aplauso me di cuenta. Estaba sonriendo desde que los vi. Una sonrisa espontánea, sincera. Duró todo el show. Se acentuaba cuando Rabinovich hacía alguno de sus gestos al público, se desbocó cuando cantó Ya no te amo Raúl/a. Entre excelentes, él destacaba. Muchas veces - casi todas - se banaliza el término "genio". Tanto que pierde el significado. Salvo en contadísimas ocasiones.

Rabinovich era un maestro. Una persona a la que sólo se le puede agradecer por tanto entregado, por tanta risa. Un imprescindible de la cultura y el humor en castellano. Un irremplazable. Un genio.

Hemos perdido mucho. Hasta siempre, Daniel. Y gracias por todo.


martes, 4 de agosto de 2015

Consecuencias de no tener el carné de conducir

Pueblo indeterminado de la provincia de Cádiz, 17:55.

El autobús sale a las 18:00. He llegado con cierta premura. Contemplemos cinco minutos como premura. Después de unos instantes de desconcierto, me sitúo. El bus 1 es que el que tiene un cartel en el frontal que reza "BUS 1". Es el mío. La cola para subir es desproporcionada, absurda, tremenda. El reloj marca la hora de salida pero yo sigoen el mismo sitio. En la cola. Al final. Hay un problema justo en la entrada. Dos problemas.

Dos problemas que tenían una niña de unos tres años. El reverso exacto del matrimonio Curie. Evidentemente, él ha salido de la cárcel hace poco. Si es que no ha escapado violentamente. Cabeza rapada, tatuajes múltiples de temática futbolera y un rictus muy "yo te clavo el punzón primero y luego si quieres me argumentas lo que sea". Chanclas. calzonas de un equipo de Sevilla que no es el Betis y torso al descubierto. Ella, en cambio, tiene clase. Más bien aula. Una de un colegio abandonado en el Bronx profundo a punto de ser derruida. Coleta rubia bien tirante, raíces que harían palidecer a Kunta Kinte, muy amante del leopardo - un amor que es casi devoción - y una nena pequeña en brazos a la que no pongo un pero. Sólo le deseo suerte en el futuro.

Él está berreando. Mucho. Está fuera de sí. Y de fa. Y de la. No hay tono que pueda calibrar el cabreo que tiene. Ignoro su problema porque me pilla lejos, pero por la intensidad de sus gritos, por lo acusado de sus gesticulaciones, por el ancho de la vena de su cuello, yo diría que el conductor ha torturado y ejecutado a su madre, ha hecho fotos del proceso, se las ha mostrado y, mientras lo hacía, ha realizado algún comentario jocoso muy hiriente sobre su exceso de peso. Y aún así me parece que está sobreactuando.  

En un momento dado, ella abandona su posición a la cabeza de la cola y se coloca justo detrás de mí. Su pareja sigue gritando. Ella se muestra compungida, contrariada con la actitud de su compañero. Por sus quejas en voz (muy) alta deduzco que no desea que su hija vea a su padre en esa actitud. También deduzco que la niña, a su corta de edad, sabe palabras que harían escandalizarse a un parroquiano veterano de una taberna portuaria particularmente portuaria. 

La madre ejerce de madre, pero a su manera. Deja a la niña en el suelo. Ésta sólo observa. Se produce un intento de calmar a la criatura. No dudo que la intención fuer la mejor. De verdad que no. Y no soy un experto en psicología infantil, ojo. Pero, honestamente, no creo que gritar NO ME SALE DEL COÑO QUE ESTE TÍO TE ALTERE, sea la mejor opción. Misteriosamente la niña encajó bien el grito y realizó una breve, pero interesante disertación sobre Pocoyó..

Finalmente él atiende a razones y sube al autobús. Cuando lo hace, ella, en los dos minutos que tardamos en llegar a la puerta, afirma no menos de una docena de veces su firme voluntad de divorciarse. Iluso de mí, pensé que el viaje sería sencillo y menos tenso. Aquel deseo se difuminó como una pompa de jabón en un tornado. Quedaban cuatro asientos libres en todo el autobús. CUATRO ASIENTOS JUNTOS. Pegaditos. Mi sueño hecho realidad. 

La pareja, que se había reconciliado prodigiosamente nada más encontrarse arriba, había decidido usar uno de sus asientos para dejar allí sus bártulos. Ella ocupa el asiento contiguo al de las pertenencias. A mí me toca experimentar el infierno en la Tierra durante hora y media.

Haré una elipsis de una hora y cinco minutos. La haré porque no quiero traumatizarme de nuevo. Porque quiero recuperar la alegría de vivir. Ahora bien, lo que ocurrió en los últimos quince minutos lo quiero relatar. Por catarsis y porque, hombre, posiblemente haya presenciado un récord Guiness y quiero dejar constancia.

La niña no estaba llorando. Nada. Ni una mueca. Absolutamente nada. Tampoco estaba aburrida. Es más, estaba embobada, entretenida, viendo los coches, el paisaje, lo que sea. No era necesario pero el padre pensó que estaría bien sacar un juguete para interactuar un poco. Era un juguete chillón, de esos que aprietas y suena, como el pingüino afónico de Toy Story 2. Si en quince minutos no hizo sonar el juguete un número de veces tal que en Guantánamo considerarían esa práctica como cruel, yo soy una ciudadana anciana y viuda recientemente, de La Rioja rural, con pasión exacerbada por el macramé. Hay que ser hijo de puta. Me vi tentado varias veces de pedirle por favor que parara. Que parara de respirar por el bien de la humanidad. 

No me atreví. 

Valoré más vivir.

Debo sacarme el carné de conducir.

Más pronto que tarde.

viernes, 3 de julio de 2015

El malotismo, o la importancia del cómo.

Dos amigos esperando la inminente llegada del 73. No cumplen los 13. Escuchimizados. No por esa condición física llaman la atención, pero sí porque, aparentemente, están fumando por debajo de sus respectivas camisetas. La imagen es muy bizarra. Hacen ceder el cuello de la camiseta, agachan la cabeza, inhalan ¡y luego echan el humo por fuera y se ríen! Son como dos espías que una vez han robado los documentos se quejan en voz alta de lo mal escondidos que estaban.

Son malotes. Se les ve. Quieren jaleo. El más bajito claramente es Dewey, el hermano pequeño de Malcolm. Es un calco. En el segundo se adivina una ascendencia magrebí bastante clara complementada con el uso de expresiones como"cabesa" o"quillo". 

Se sientan al final del autobús, como buenos malotes. Sólo dos pasajeros más: un señor de apariencia robusta (no diré la palabra pero cuando se pesa hay tres cifras) y una mujer que por edad, prácticamente, podría haber sido pareja de Pío Baroja. Una vez se cerraron las puertas, los Rinconete y Cortadillo con zapatillas J'Hayber se miraron e intercambiaron miradas malignas, miradas que decían "liémosla". No eran bromas refinadas, ni elaboradas, ni mucho menos buenas. Mientras uno carraspeaba de forma aparatosa, el otro decía "¡VIEJA!" o "¡GORDO!". Se adivinaba cierta voluntad, ganas de progresar, pero estaban muy verdes. A ello se suma que los carraspeos eran realmente aparatosos, de forma que uno podía escuchar el insulto si estaba inmediatamente cerca de sus asientos mientras que los agraviados, casi al principio del bus buscaban caramelos apresuradamente para esos niños que tenían una faringitis importante. Como el que tiene novia sin ella estar al corriente. Primer intento: fallido.

Para la segunda tentativa decidieron hacer como Estados Unidos: buscar un enemigo exterior, a poder ser cuanto más débil, mejor. Unos turistas japoneses. Ese era el nuevo target. El 73 había parado en un semáforo y allí estaban ellos, haciendo fotos y más cosas de japoneses. Los chavales vieron el cielo abierto y asomaron las cabezas por una de las ventanas. Recurrieron al clásico "chinos perrrros", pero pincharon en hueso otra vez. Puede que fuera la rápida y casi atropellada entonación,el agudo tono de sus voces, pero algo inesperado sucedió. Algo que recuerda muy mucho a aquella malinterpretación idiomática que pasó en La Romareda en 1995 (la confusión de la prensa inglesa que entendió "Peace and love" cuando lo que realmente cantaba la hinchada zaragocista a un jugador inglés tendido en el suelo era "písalo"). Del mismo modo los japoneses creyeron entender algo realmente emotivo que aquellos jóvenes españoles les trasladaban desde aquel autobús. Esas sonrisas y saludos afectuosos no formaban parte de la idea de feedback que los malotes pensaban recibir. Maldijeron su suerte y volvieron a pergeñar otro diabólico plan. Segundo intento: más fallido aún.

Algo maravilloso sucedió en la siguiente parada. Tres personas se incorporaron. Un niño y dos mujeres adultas. El niño tenía la misma edad que ellos, un pequeño pendiente en la oreja izquierda que mirado de cerca bien podría ser un trozo del revestimiento que se encuentra justo antes de la goma de un lápiz y cara de llamarse Jonathan. Entre los dos aprendices de gamberro se prodigaron los codazos. Como si una celebridad hubiera subido al 73. Se conocían. Posiblemente de clase. Ejecutaron un saludo tremendamente nigga. Habían fichado a un jugón. Pero la felicidad se vio truncada por los otros dos nuevos pasajeros. Pasajeras, mejor dicho. Sí, eran sus madres.

El resto del viaje fue una agonía. El mito de Tántalo revisitado. De los Tántalos. Lo tenían al alcance de la mano pero la vigilancia era severa. El nuevo hizo exactamente las dos mismas bromas, pero infinitamente mejor ejecutadas. Con gran pulso, pulcritud, maestría, elegancia. Daba gusto verle trabajar.

- Joder, me has dicho gordo asqueroso en mi cara, pero qué forma de decirlo, qué temple. Eres un fenómeno, chaval - dijo el señor robusto, fascinado.

- Cuando has empezado con "puta vieja" estaba contrariada, francamente. Pero cómo lo has dicho, la musicalidad... Vente a merendar cuando quieras - replicó la vetusta señora con un brillo radiante en la mirada.

No podían aplaudir por razones obvias, pero no por falta de ganas. Aquel chaval era el faro. Ellos estaban en el filial y él ganando la Champions. Ellos pintarrajeaban, él era Francis bacon. Ellos eran como Álex O'Dogherty, él entretenía de verdad.

Esa tarde aprendieron que ser malote no es fácil.

sábado, 9 de mayo de 2015

Hablemos de amor, hablemos de fútbol, hablemos de Messi

Hace algunos días me encontraba inmerso en un coloquio futbolístico (en un bar). De pronto surgió un tema muy manido, pero que siempre causa controversia: la doble militancia. Es decir, ser del equipo de tu ciudad y tener simpatía por Barça o Madrid. Sobre la segunda parte del concepto hubo una voz que se alzó con tono autoritario afirmando "por mí que pierdan los dos, es más, si van en el mismo avión y se estrellan, mejor". Pelín radical. Otro afirmaba contundente "no hay nada más cateto que ser del Barça o el Madrid antes que del equipo de tu ciudad". Ahí quedó la cosa, entre asentimientos y algún "¿quién pide la penúltima?".

Bien. Yo soy bético. Tengo esa suerte. El amor es inexplicable, ya sea en cualquiera de sus formas. Incluso en los peores días, en los más oscuros; soy del Betis. El verbo ser pocas veces tiene más sentido, lo interesante y profundo del concepto: la pertenencia, lo absurdo de razonar un sentimiento, de llevarlo al plano objetivo, de hacerlo material, de cuantificarlo porque así se comprende más, de convertir algo puro en algo prosaico. Se es y punto. 

En términos amorosos, el Betis es como una madre. El amor más puro existente. Pase lo que pase, un lazo eterno. Pero yo no soy Seymour Skinner, no me quedo atrapado en sus faldas. Yo exploro, disfruto, vivo. Ese es el principal problema. Hay un porcentaje elevado de autoproclamados amantes del fútbol (en España) que sólo ven los partidos de su equipo. Como alardear de ser un gourmet comiendo exclusivamente canelones. Están muy ricos, pero te pierdes el mundo. También hay otro tanto por ciento de la población futbolera que es de su equipo (digamos natural) y también simpatiza con Barça o Madrid. Pero esa simpatía suele nacer del odio/resquemor/antipatía que le genera el otro. Y eso no está bonito. Eso no es fútbol. Es política (en los más de los casos). No hay nada menos bonito que la política. Y yo he venido a hablar de amor.

Me confieso: simpatizo con el FC Barcelona. Es un amor futbolístico fraguado muy lentamente. Es un amor reverencial, agradecido. Los inicios fueron duros. Recuerdo la final de Copa del 97. Bernabéu. Figo. Pizzi. Una derrota muy cruel. También recuerdo al leñador Alfonso (Qué bonito, qué bonito...) talando aquel tronco - en todos los aspectos - que era Winston Bogarde. Aquellos eran tiempos de inestabilidad en Can Barça. De Christanvales, de Rochembacks, de Petits. Años complicados, sin duda. Entonces llegó él. Era feo. Muy feo. Cuando sonreía era aún más feo. Pero siempre sonreía. En todo momento. Se llamaba Ronaldinho y venía de campeonar con Brasil en Japón. Una anomalía empezó a cambiarlo todo. El Sevilla acudía al Camp Nou en un horario inusual, las doce de la noche. Ronaldinho arrancó en campo propio. Habiendo recibido del portero, avanzó, sorteó a dos jugadores y desde lejísimos, con un punterazo en seco, metió un golazo apabullante; por la calidad, por la potencia, - y para qué engañarnos - por el rival. Un gol con mucha nocturnidad y más alevosía aún, el inicio del show. Luego llegó Davids y Ronaldinho comenzó a lucir más. Cada partido era un lujo ver lo que hacía y, sobre todo, cómo lo hacía. Con Eto'o, Giuly, Deco y compañía sublimó su talento. Fueron dos temporadas al máximo nivel. Recital tras recital. Inventando regates domingo tras domingo, siempre sonriendo. Estaba seguro de que nunca vería a un futbolista con tanto talento. Aunque me equivocaba. Con Ronaldinho empezó la atracción. El amor llegó después.

Hablaban mucho de él. Los medios. Del argentino de la cantera, del bajito tan callado. El enésimo nuevo Maradona. Como Saviola. También el nuevo Pelé jugaba en el Madrid aquel 2005. Siempre hay que vender periódicos, en pack, con su correspondiente ración de humo.

Marcó su primer gol al Albacete, a pase de su padrino, Ronaldinho. Un muy buen gol, pero nada especial. Sonó mucho una posible cesión al Cádiz. Sólo rumores. En el Gamper de ese mismo año el rival era la Juve de Ibra, Thuram, Nedved, Camoranesi, Buffon, Del Piero. Empezó titular. Es el tipo de torneo óptimo para dar a conocer a las promesas de la cantera. Internadas explosivas, gambetas, desesperación del rival, velocidad, regate ineludible, exasperación del rival. Fabio Capello claudicó ante aquel chaval argentino al que alabó de forma casi obscena (aunque muy merecida) durante la rueda de prensa posterior al partido. Fue la presentación oficial de Leo Messi.

Con Messi llegó el amor. Si hubiera sido escultor en la Italia barroca habría sido Bernini. Si hubiera sido guitarrista americano en los 60 habría sido Hendrix. Si fuera político cínico e incompetente en nuestros días sería Rajoy. El mejor de todos. Si el Betis es mi madre, el Barça de Messi es el amor de mi vida. Me gusta el Barça porque ahí juega Messi. Porque no recuerdo cuantas veces me he echado las manos a la cabeza (literalmente) tras cada obra de arte que acaba en las redes, cuantas veces le he interpelado "¿por qué eres tan bueno?". Porque desarrollé tardíamente mi afición por el baloncesto y no pude disfrutar al Jordan de los Bulls, porque por edad no pude ver boxear en directo a Ali. Porque quiero tener nietos sólo para contarles que vi jugar al gran Messi. Porque tengo la sensación, tras cada slalom, cada caño, cada amago múltiple en la frontal y rosquita al palo largo, cada pase imposible que yo no puedo dibujar (ni siquiera imaginar) ni viendo el partido desde casa, de que soy muy afortunado por poder ver a este tío cada partido siendo el mejor. Porque a cada golazo que marca, estoy un rato delante de Twitter pensando que puedo decir que sea ingenioso y veraz, pero es casi imposible. Porque es el asesino de adjetivos más prolífico. Porque siempre vuelve al lugar del crimen. Porque es la perfección futbolística concentrada en un 1'69. Porque no ha ganado un Mundial, pero Borges nunca ganó el Nobel, ni Cary Grant el Oscar. Porque me hace feliz cada vez que le veo jugar.

Por eso me gusta el Barça, por eso amo a Messi.

Pero cada uno en su casa. 

miércoles, 18 de marzo de 2015

Cortejo interruptus

Las mejores historias de amor de mi vida han sido cortas. De siete, ocho minutos. Han sido intensas, cómplices, honestas. Sobre todo honestas. Si se terminaron fue porque llega un momento en la vida en el que los caminos se separan. Cada debe tomar su propio rumbo. Y, sobre todo, debe bajarse porque es su parada. Esta es una historia de amor (fallida) en un autobus. 

Ella subió con unas amigas. Era un grupo pizpireto. Pizpireto por no decir que parecía un grupo de guacamayos acelerados. Me encontraba asido a la barra colocada para tal fin, con los auriculares escuchando música, absorto. El grupo se situó a mi lado. No oía sus risas estridentes, pero los cristales vibraban. Sería por algo, pensé. Seguí absorto. Estoy muy a favor del absortismo como forma de estar, por cierto. Un cambio en un semáforo provocó un frenazo en seco. Todos los pasajeros que estaban de pie cogieron complejo de bolo y se tambalearon. Tuve suerte porque como si fuera un orangután estaba usando las dos manos para sostenerme. En ese tambaleo una de las chicas chocó conmigo y en un acto reflejo la sostuve. Levantó la mirada para agradecer mi hidalgo gesto y se paró el tiempo, amigos. Otra vez el reloj sin pila. Puto relojero usurero. El caso es que surgió la chispa. Quizá fuera ese frenazo el que hizo que de los neumáticos surgieran chiribitas. Nuestras miradas se cruzaron y empezó a sonar "What the world needs now is love", de Jackie DeShannon. La había descargado, no sé cuando. Nos miramos.

Era agradable. Dije un "de nada" con voz de locutor nocturno de radio. Era bonita. Ella no era de las que chillaba, como sus amigas. Estaba pendiente de las noticias culturales de la pantalla del autobus. Era guapa. Las miradas se sucedían, las sonrisas leves, pero cargadas de intención. Era para casarse con ella un miércoles por la mañana habiéndola conocido un martes noche. 

Fue un amor puro. Con fecha de caducidad. Dos paradas concretamente. Pero puro. Hasta que se truncó. Lo bueno de los amores de autobus es que no se habla. No se puede meter la pata hablando de política. O de religión. O del partido de fútbol con los colegas o de lo que le ha pasado a Pili con su novio. Por eso son tan perfectos. Pero sí, se truncó.

Resulta que subió una parada antes de mi bajada "el Cabesa". No me pude contener. "Iyo cabesa, ¿qué dise?" Me di cuenta en el momento. Ella no lo aprobó. Pasé de hidalgo a gualtrapa en décimas de segundo. Se nos rompió el amor. Venía defectuoso.

Puedes sacar a un chaval de barrio del barrio, pero nunca puedes sacar el barrio de un chaval de barrio.

jueves, 12 de marzo de 2015

Una tarde aburida, un experimento cultural.

El humor es una cosa muy seria.

Hace unos días realicé un experimento. Quería comprobar si una persona cuyo referente último del humor es un vídeo de Youtube de ancianos resbalando y cayendo al suelo, podía apreciar otro tipo de humor. Mejor dicho: si podía apreciar el humor. Una empresa complicada, ardua. Seleccioné a un individuo al azar (una visita a casa) que cumplía perfectamente el perfil: unos 22 años, la consideración de antediluviana a cualquier película previa a los 90, chándal como uniforme. Para tener una reacción más natural no comenté nada previamente, sólo apunté que iba a revisar unas escenas "que te partes, iyo".

La película en cuestión era Una noche en la ópera. Rock duro para empezar. En primer lugar la escena de presentación de Groucho Marx como Otis B. Driftwood. La señora Claypool (Margaret Dumond) espera para la cena. La típica situación en la que Groucho "desfasa tela, hermano" a Dumond. Tenía puestas muchas esperanzas ahí. Otis está cenando con una joven justo en la mesa situada frente a la de Claypool disculparse opta por un razonamiento racional puro:

(Otis B. Driftwood) - ¿Esa mujer? ¿Sabes por qué estaba sentado con ella? Porque me recuerda a ti.
(Señora Claypool) - ¿De verdad?
(Otis B. Driftwood) - Por supuesto, por eso estoy ahora sentado contigo. Porque tú me recuerdas a ti. Tus ojos, tu garganta, tus labios...Todo sobre ti me recuerda a ti. Menos tú. 

No hubo una buena acogida. El muchacho sólo rió levemente con un bailoteo de Groucho a final de la escena. Humor físico, slapstck puro. No me interesaba. Pasé al plato fuerte. Metí al 10 en el campo a falta de media hora para que decidiera. La escena del camarote. 

Estaba casi seguro del éxito, pero tenía mis reticencias. El rival era duro. Pero las frases brilantes empezaron a sucederse. El mozo tiene problemas para introducir un gran baúl en el camarote, dice Groucho "¿No le sería más fácil meter el camarote en el baúl?". Primera risa. Leve pero computable. Luego el gag de "¡Y dos huevos duros!". No tuvo tanto éxito, pero siguió el rictus rijoso. Entonces empezó lo bueno. Conforme entraba gente en el camarote sus defensas desaparecieron definitivamente. Las asistentas que vienen a adecentar el camarote, el fontanero, la chica de la manicura ("Déjeme las uñas cortas que aquí va faltando sitio"), las chicas de la limpieza ("Empiecen a limpiar por el techo")...

Carcajada tras carcajada cada vez me iba sintiendo más satisfecho. Prácticamente se estaba deshaciendo de la risa. "¿Iyo pero cuánta gente va a entrar? Vaya locura".  El experimento tenía sentido. Por un momento me creí Oskar Schindler.

Pero la realidad llegó. Se quitó la chaqueta, se arremangó y me plantó un bofetón. Merecido, por supuesto. Fue mi castigo por jugar a ser dios.

Cuando el protagonista del experimento se disponía a abandonar mi domicilio su móvil sonó. "Hola bebé" fueron las primeras palabras de la melodía,  "¡Qué dise, loco!" fue su saludo.

N.B.
Ningún amante de reguetón fue lastimado durante este experimento.