lunes, 10 de octubre de 2016

Rob Reiner, contingente y necesario

Si una conversación cinéfila se pone interesante se suele debatir sobre Lynch, Tarantino o los Coen. Si, por avatares de la vida, es menester dormir a un rebaño de ovejas, se suele hablar de Tarkovsky o de la nouvelle vague más recalcitrante. Si realmente merece la pena quedarse un rato más en el bar, se habla del plano final de Centauros del desierto, del rostro de Jack Lemmon en la escena del espejito de El apartamento o la dulce demolición anímica que visionar Dejad paso al mañana deja en una persona adulta relativamente viva. Pero poco se menciona a otros directores. Más artesanos que artistas. Más working class que genios. Más trabajadores que divos. Poco se menciona a Rob Reiner.

Para muchos Rob Reiner hace comedias malas. En los últimos diez años no discutiré que la calidad media de su trabajo raspe el aprobado o incluso tenga que ir a revisión en más de una ocasión. Pero estamos viendo sólo una esquina del cuadro.

Rob Reiner es un señor de Nueva York de 69 años que hace cine. No tiene ningún Oscar. No le hace falta. Muy probablemente en las listas de películas favoritas de mucha gente no aparezca ninguna obra suya. No es mediático. No es una estrella. No es referente. Para algunos puede ser contingente. Definitivamente es necesario.  

A simple vista, Reiner parece el tío Phil, de El Príncipe de Bel-Air, si fuera blanco. Pero tras esa imponente presencia se esconde el director que mejor ha interpretado y llevado al cine la obra de Stephen King (ex aequo con Frank Darabont). Un director tremendamente ecléctico con una capacidad  sorprendente para abordar temáticas muy dispares entre sí con notables resultados. Versátil, polivalente, capaz. Así es Rob Reiner. Entre 1986 y 1992 vivió su mayor esplendor.

Cinco películas, cinco géneros, cinco exhibiciones fílmicas.

Cuenta conmigo (1986)



Adolescentes, verano y un cadáver

La tercera película dirigida por Rob Reiner es una aproximación a un relato de Stephen King. Reiner optó por trabajar con un material que no se suele identificar con el trabajo del escritor. No había monstruos, ni fenómenos paranormales. 

Una pandilla de cuatro chicos que realizan un viaje a espaldas de sus padres para ver un cadáver. Tan simple como eso. Adolescentes viviendo aventuras. Como Los Goonies (de hecho en ambas podemos ver a Corey Feldman), pero más cruda, más áspera, más real. Es la otra cara de la moneda. El sentido del ritmo, el increscendo de la acción narrativa, todo funciona perfectamente. Sumadas a la tremenda Sleepers (Barry Levinson, 1996) conforman un triunvirato imprescindible de películas protagonizadas por adolescentes.

La película habla de la amistad. No de la amistad adolescente. Esa etiqueta está bien para clasificaciones en web de cine. Es una película compleja. Las dosis de comedia - impagable la desagradable historia de Culograsa -  no edulcora la cruda realidad de los personajes, sólo supone un alivio eventual para el espectador. En ocasiones se dice que la presencia de un actor aguanta una trama simplemente estando en plano. Eso ocurre cuando la película precisa de ese apoyo. Cuando la película es notable, como es el caso, un actor puede sublimar el producto final. Es el caso de River Phoenix. Tenía 16 años. Empezaba a asomar una rotundidad demoledora en pantalla. Murió con 23 años, por los excesos. Digamos que tenía tanta curiosidad por explorar los límites emocionales de sus personajes como por múltiples sustancias terminadas en -ína. Habría sido un grande. O no. Pero tenía proyección para ello. Impresiona su capacidad aquí para dominar el tempo, para imprimir carácter o sensibilidad, lo que la escena necesitara. Esta película hay que verla por el River Phoenix. 

Y porque sale Bocazas, de los Goonies.

Y porque es un relato magnífico de Stephen King.

Y porque la dirige Rob Reiner.

La princesa prometida (1987)


"Me llamo íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir"

Si no has visto esta película no has sido niño. O no un niño en el sentido más completo. O sí un niño, pero incompleto, como un pan ácimo infantil.

La quintaesencia del cine de aventuras medieval-fantástico. El punto de arranque es francamente ñoño. Una historia de amor entre una chica que vive en una granja y su mozo de caballerizas. Un coñazo pasteloso, dicho mal y pronto. Sin embargo, dos conceptos quedan claros: Robin Wright puede producir síndrome de Stendhal y el señor de la fotografía de arriba es la diferencia entre una película simpática y una imprescindible.

La trama evoluciona y empezan a sucederse los problemas. Una desaparición, un príncipe malvado que pide matrimonio a la protagonista, un secuestro... La historia despliega su encanto. Empiezan a aparecer los secundarios que realmente dan su justa fama a la película. Algunos temibles como el pirata Roberts, un proto Keyser Sozé. Otros simpáticos como el Milagroso Max - acertado Billy Crystal - que son capaces de resucitar a un muerto "en su mayoría", pero le aconsejan que no bañarse hasta dentro de una hora. Bonachones como el interpretado por André el Gigante. Muy Tyrion como el brillante Vizzini. O sencillamente iconos de la historia del cine, como Íñigo Montoya. Su aparición provoca que la temática vire y que el amor se vea rebajado por el honor y la venganza. "Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir". El matiz que hace de esta película un imprescindible. No se puede racionalizar el amor, así que no intentaré explicar la dimensión real de esta frase. Si has visto la película me entenderás. Si no, te envidio mucho. Es una de las frases que definen los 80. Y el cine en conjunto.

La princesa prometida se basa en un relato de William Goldman. Pero hecha celuloide bebe de muchas fuentes. Tenemos algo de cine de piratas, Errol Flynn (mucho duelo a espada), un Igor, un guiño a los Monty Python en forma de cura que habla del "madimonio"...  

No hablamos de una película. Hablamos de un icono. 

Rob Reiner hizo una joya, pero, aunque hoy resulte "inconcebible", no lo sabía. 

Cuando Harry encontró a Sally (1989)


A Reiner le gusta Woody

El siguiente proyecto de Reiner fue una comedia romántica, con Billy Crystal y Meg Ryan. Pero no una vulgar, no una de las que llenan las salas. La típica película que provoca codazos acompañados de "¿ves?", pero sin apoyarse exclusivamente en el físico de sus actores. La clásica lucha de sexos que brillantemente plasmaron Spencer Tracy y Katharine Hepburn en los 40 y 50. La misma que un par de décadas más tarde sublimó Woody Allen con esa proeza fílmica que es Annie Hall. Precisamente el respeto y admiración de Reiner por Allen - el primero participó como actor en Balas sobre Broadway - es apreciable desde el inicio en la película. Desde los créditos: música jazz, fondo negro, letras blancas. Puro Woody. Incluso en algunos estilismos de Meg Ryan apreciamos el personalísimo sello de Diane Keaton en Annie Hall.

Apoyándose continuamente en el mito sobre la imposible amistad entre un hombre y una mujer, el guión de Nora Ephron nunca pierde de vista el referente alleniano. Él es un tipo neurótico, bastante mujeriego y que tiene una teoría elocuente para todo. Ella es más flower power, enamoradiza. 

Él es Billy Crystal. Ella es Meg Ryan. Su química es un prodigio. Él ya trabajó con Reiner en La princesa prometida y es uno de los mejores comediantes de Hollywood. Y no muy atractivo, siguiendo los paradigmas allenistas. Ella aquí hace su mejor trabajo, aportando candidez a la frialdad de su partenaire. Una lástima que actualmente debido a los excesos quirúrgicos parezca la hermana pequeña del Joker. Protagoniza la escena culmen de la película, la que le da su fama imperecedera, la del orgasmo apoteósico en una cafetería, la que tiene un remate brillante con la madre del director diciendo la famosa frase "Tomaré lo mismo que ella".

Musicalmente también encontramos a Woody. Resulta muy significativa la inclusión de una versión de la clásica It had to be you. La podemos encontrar también en una película que empieza por A y termina en nnie Hall. Tal es el homenaje que incluso encontramos una carrera tipo "qué tonto he sido, es el amor de mi vida y no se lo he dicho" por las calles de Manhattan que, en un triple mortal referencial, nos retrotrae a la de Isaac Davies en la película de título homónimo de Allen y también a la primigenia carrera de Fran Kubelik en esa maravilla catedralicia que es El Apartamento, de Mr Billy Wilder. 

La carrera desemboca en declaración. Ciertamente no llega - hablamos de cine moderno - a la altura de la del nunca suficientemente añorado y ponderado Robin Williams en El Rey Pescador, por poner un ejemplo, pero rezuma inteligencia y sensibilidad sin caer en terrenos pastelosos. Muy agradecible, por cierto. 

El relato de una peculiar amistad entre un hombre y una mujer a lo largo de 12 años. Junto a Mejor... imposible y Atrapado en el tiempo, Cuando Hary encontró a Sally figura en la élite de las comedias románticas de los últimos 30 años.

Misery (1990) 


Fan viene de fanático

De fanática en este caso.

Un villano define una película. Le da dimensión. O eso al menos decía ese señor britańico tremendamente obeso y talentudo -a partes iguales - que firmó algunas de las refutaciones del séptimo arte como tal y que se apelidaba Hitchcock y se llamaba Alfred. Si aplicamos este particular aforismo, estamos ante una película perturbadoramente maravillosa. Como perturbadoramente maravillosa está Kathy Bates en su primer gran papel en Hollywood. Modela una villana que se presenta como un San Bernardo humano y que se va revelando como una verdadera psicópata ciclotímica - ávida lectora, eso sí - con un manejo excepcional del martillo (una de las escenas más violentas que servidor ha visto) y que mantiene preso al protagonista en una cárcel kitsch. Del maternalismo más infame a la enajenación violenta más cruda.

Mencionamos al protagonista. James Caan demuestra que no es sólo dueño de unos  de los hombros velludos más reconocibles del cine, también es un actorazo. Y lo demuestra con creces estando, prácticamente, inmóvil durante el 70% de la película. No recurre al histrionismo facial para mostrar el horror de la trama. Y la trama - además de ser una película mediana del propio Hitchcock - tiene mucho horror. Mucho. Rebosa horror. Y decoración tremendamente hortera. Y un cerdo. Y un frío que traspasa la pantalla. Y una tensión que no veta la relajación. Y a Richard Fansworth (la idea del héroe atípico en un escenario improbable que luego emplearían los Coen en Fargo, por ejemplo). Y a Lauren Bacall.

Si el director es bueno (que lo es), los actores están inspirados (que lo están) y, además, la historia es buena, es imposible que la película no sea sobresaliente.

De nuevo Reiner adapta una novela de Stephen King. Una en la que trata el esclavismo que muchos autores sufren por parte de sus personajes más icónicos - aquello de Conan Doyle matando a Sherlock buscando nuevos objetivos  y teniendo que resucitarlo tras un tiempo por imperativo popular, su señora madre antorcha en mano incluida - llevado al extremo. Quizá la mejor adaptación al cine de su obra justo por detrás de Cadena perpetua. Ayudó la adaptación que hizo William Goldman, en su segunda - y de nuevo muy próspera - colaboración.

Pocos escenarios pero mucha tensión en la mayoría de planos. El barbudo director no fuerza en ningún momento, no le hace falta; menos es más. Sabe que trabaja con un material sobresaliente. Y seguro que tras ver el recital de Kathy Bates supo que mal no podía salir. 

Reiner arriesgó abordando un género tan complejo como el thriller psicológico.

Volvió a salir victorioso.

Algunos hombres buenos (1992)


De por qué Jack Nicholson es el mejor actor de los últimos 40 años

Terminamos el repaso a las cumbres del cine de Rob Reiner con una de juicios.

El judicial es un subgénero que ha reportado algunas obras maestras como Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957), Anatomía de un asesinato (Otto preminger, 1959) o Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957). También películas notables como Las dos caras de la verdad (Gregory Hoblit, 1996) o Sleepers (Barry Levinson, 1996). Algunos hombres buenos es un ejemplo de las notables.

Podríamos hablar en profundidad sobre el estado de gracia de Tom Cruise en esta película y de cómo refutaba que se encontraba en su mejor momento. O de lo controvertido de la temática de la película: el ejército (la Marina), sus particulares códigos, el choque entre humanidad y obligación. O del francamente acertado guión del muy televisivo Aaron Sorkin (El ala oeste de la Casa Blanca - ovación cerradísima -, The Newsroom), que en esta ocasión no abusa tanto como suele de la grandilocuencia discursiva. También podríamos hablar de la enriquecedora aportación de secundarios como los Kevin (Pollack y Bacon), Demi Moore o Kiefer Sutherland. Será en otra ocasión. Al hablar de esta película supone un verdadero latrocinio no loar a Jack Nicholson.

En 20 minutos se pueden hacer muchas cosas. Una de ellas, si eres Jack Nicholson, es demostrar por qué eres el mejor actor de los últimos 50 años. El más versátil, el más regular dentro de la irregularidad imperante en la industria - y por otra parte lógica  - en la que se sumen muchos grandes; no todos pueden ser Daniel Day-Lewis. 

La escena que culmina la trama orbita a su alrededor. Uno como espectador puede asumir perfectamente que tras el "corten" se produjera un silencio sepulcral, que todos los allí presentes se miraran entre sí y le miraran a él, entre el asombro y la admiración. Quizá lamentando no haber acudido a una sombrerería para descubrirse.

Sólo revisionar esa escena ha hecho que merezca la pena escribir sobre Rob Reiner, el director contingente y necesario. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario