domingo, 5 de febrero de 2017

Persecución vetusta

Guardé el dvd de El diablo sobre ruedas, me enchaqueté y bajé a la calle.
Tenía que ir a un sitio relativamente lejano pero iba con tiempo. Decidí pasear. Cavilaba sobre la película. Cavilaba sobre lo a gusto que se quedaría el traductor del título de la película en español. Cavilaba sobre el (brillante) homenaje que le hizo Damián Szifrón en Relatos Salvajes. Cavilaba sobre los villanos del cine de Spielberg, sobre cómo con némesis como un camión cisterna desatado, un tiburón blanco prácticamente prehistórico o máquinas extraterrestres del tamaño de bloques de pisos de VPO, el más monstruoso de todos era un austriaco con barriga llamado Amon Goeth. Cavilaba sobre lo bueno que es - era, será - Spielberg, lo crucial que es para el cine de los últimos 40 años y, sin embargo, que hizo una película con un caballo como protagonista. Cavilaba sobre si "cavilaba sobre" está correctamente dicho. Cavilaba, que no es poco.
Rebuscaba en el móvil la mejor forma para ilustrar musicalmente mi camino cuando ocurrió. Un leve toque por detrás. Lo suficiente para que mi tobillo derecho se sobresaltara todo lo que un tobillo derecho es capaz de sobresaltarse. Giréme y vi al tocante: un señor de no menos de 85 años, ataviado con una boina de paño, con una carestía dental plena y sentado en un carrito motorizado. Iba envuelto en los acordes de Shining Star así que al voltear no pude escuchar lo que me dijo el anciano. Por su gestualidad intuí que habría dicho algo tremendamente descacharrante para disculparse y confirmé que, efectivamente, tenía las mismas piezas dentales que una codorniz adulta. Me dediqué a esbozar un amago de sonrisa, hacer un gesto con la mano y - en un tono seguramente mayor del habitual - emitir un "no pasa nada" bastante académico.
Reanudé el camino. Calculaba los metros que me separaban del semáforo para testar mi maltrecho tobillo cuando reparé en que el anciano motorizado seguía detrás de mí. Llegué  al semáforo. Seguía detrás de mí. Cada vez que echaba la vista atrás ahí estaba. Lo más inquietante es que mantenía esa sonrisa fantasma. Cómica también, no lo negaré, pero inquietante. Constantemente estaba alzando la mano derecha, como llamando la atención de alguien. Asumí que sería un señor muy popular en el barrio, quizá por su conducción temeraria. No le presté más atención al asunto.
Al menos no en ese momento. Como esa ruta en concreto es habitual en mi cotidianidad opté por alterarla un poco. Callejeé. El anciano seguía inasequible al desaliento (signifique lo que signifique). Empezaba a resultar evidente que aquello era una persecución. A cada vistazo aquella boca parecía más la de un dementor. ¿Cómo se agarra uno el alma para que no se la roben? La molestia en mi tobillo había aumentado. No podía imprimir a mi caminata un ritmo mayor. La angustia empezó a invadirme. ¿Y si era su modus operandi? ¿Y si primero te daba un golpe "sin querer" para lastrar tu ritmo y luego, cuando estabas exhausto, te contaba su experiencia como cristalero duante 40 años en Trebujena?
Me aguantaba el ritmo bastante sobrado. Parecía entrenado. Eran ya 15 minutos de casualidad. Muchos me parecieron, muchos eran. Miré el horario del autobús de la línea 47 y comprobé que tenía que hacer algo o me daría caza. Recurrí a un anudamiento ficticio de mi zapatilla derecha para permitir que me adelantara y así liberarme. No aprovechó el impasse que le proporcioné. Es más, se paró a mi altura. Me temí lo peor. El anciano paró el motor de vehículo. Me tocó en el hombro. Levanté la mirada temeroso. Por una décima de segundo juraría que se encontraba a mi lado el mismísimo Immortan Joe. Vencido, me quité los auriculares.
- Me parece que no me escuchaste antes- dijo él.

N.B.
Antes era hace ¡23! minutos.

El panorama cambió. Evidentemente la persecución tenía un por qué. Lo que me había dicho debía ser sumamente importante. De repente me pareció un hombre sabio. Un profeta incluso. Un asceta quizá. Podría ser que en un acto de magnanimidad decidiera, en compensación por ese golpe fortuito, revelarme el sentido último de la vida. O que fuera mi yo del futuro y que, en un homenaje a Regreso al ídem, quisiera entregarme un calendario con los resultados deportivos de los próximos 30 años para que me hiciera millonario con las apuestas. No me cuadró mucho esa teoría en concreto porque yo no soy muy partidario de esos estampados para una boina, pero todo podía pasar. Le respondí.
- Lo siento, estaba con los auriculares puestos. Dígame.
La expectativa se había disparado.¿Qué me querría decir? Era el momento. Mi vida podía cambiar. O no. Más bien no.
- Te pregunté si eras del Betis.
Me desconcertó. Quizá fuera un filtro. La prueba de la verdad. "Sólo el penitente pasará". Sería tremendamente poético que sólo quisiera premiar ad eternum a un bético. Le confirmé que lo era.
- Pues si lo sé te doy más fuerte (risas desdentadas) porque yo soy sevillista (más risas, igual de desdentadas).

Y se fue.

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