martes, 21 de febrero de 2017

Supervolcán

Un supervolcán no es un volcán con capa. No lo es. Más bien hablamos de supervolcán cuando nos referimos a zonas vastas de terreno que se originan cuando un volcán revienta vivo (creo que es el término más apropiado) y colapsa; se derrumba y como resultado queda un gran cráter aderezado con géiseres y ácido sulfúrico, entre otras cosas que suenan a plan ideal para un viernes noche. Un sindiós.
¿Un ejemplo de supervolcán? El parque de Yellowstone. Hace unos meses dos hermanos se desviaron de la ruta marcada por el parque para visitantes. Transitando una zona peligrosa, y con razón prohibida, uno de los hermanos resbaló y cayó en una fuente termal. Como resultado se disolvió. El chico se disolvió. Irónicamente los hermanos buscaban un lugar para darse un baño. No me puedo imaginar -ocurió en noviembre - el frío que tenía que hacer en Yellowstone.
La existencia de cráteres hasta ariba de ácido sulfúrico es sólo una consecuencia. Un supervolcán no conoce. Un supervolcán cuando superentra en supererupción no conoce a nadie. Puede provocar un invierno nuclear, así, calmadamente, un lunes cualquiera. Los datos son elocuentes. En mayo de 1883 el Krakatoa dijo hasta aquí hemos llegado. La mayor de las explosiones liberó 200 megatones, o eso dice Wikipedia, lo cual equivale a 10.000 veces la potencia de la bomba atómica de Hiroshima. Un supervolcán puede llegar a multiplicar por 50 la energía desatada por la Krakatoa. ¿De acuerdo? Hace 75.000 años un supervolcán se arrancó en lo que hoy es territorio americano por Raffaella Carrá. Justo al terminar de decir "expló" rocas llegaron a alguna parte de lo que hoy es Europa.
En cualquier momento un supervolcán puede ponerse nervioso.
Pues sabiendo todo esto, mi principal preocupación ahora mismo en la vida es que tengo partido en media hora y no encuentro la bota derecha.

domingo, 12 de febrero de 2017

El señor del gel

Creo que era martes aquella tarde en la que un hombre desnudo de mediana de edad me tocó en el hombro.
Por una concatenación multitudinaria de planetas me encontraba en el vestuario de un gimnasio. Guardaba mis cosas en la taquila 329 cuando noté un leve contacto en el hombro. Lo que me encontré al dar la vuelta era digno de describir concienzudamente, procedo: era un señor  de no menos de 55 años tan desnudo como podía, velludo como para sobrevivir un invierno en Sebastopol, no muy alto, no muy bajo, estaba algo azorado por las temperaturas tropicales que se alcanzan en los vestuarios de gimnasio y - hasta aquí todo medianamente normal - portaba un bote de gel de baño de un litro.
Ver ese cúmulo de factores tan súbitamente fue complejo de asimilar. Podría haber vivido sin tener que asimilar esa visión. ¿Has leído el Ulises, de Joyce? No, pero lo quiero tachar de mi lista próximamente. ¿Has paseado por Greenwich Village a media tarde en octubre escuchando la version de Billie Holiday de Let's call the whole thing off? Ciertamente no, pero supongo que debe ser una experiencia magnífica. ¿Has interactuado alguna vez con un señor de mediana edad totalmente desnudo con un bote de gel de baño de un litro en el vestuario de un gimnasio una tarde de martes? Sí, y no repetiría.
El caso es que me giré y allí estaba. Intenté normalizar aquella situación tan marciana con una media sonrisa y un leve arqueo de cejas que dijera "¿qué desea?, pero tápese antes".
¿Es tuyo este bote de gel? - preguntó.
No lo era. Respondí que no. Entonces explicó que después de ducharse se lo había encontrado en una ducha huérfana. No era el qué, era el cómo. Lo explicaba de tal forma que parecía que el bote de gel de baño era un niño recién nacido. Su tono desprendía un reproche para aquel individuo que osó dejar abandonado aquello en una ducha. Estaba realmente serio, convincente más allá de que, efectivamente, no escondía nada a la imaginación. Era absurdo pero qué buena defensa hizo aquel señor desvestido sobre por qué no hay que dejar botes de gel de baño de un litro olvidados a su suerte.
Por otra parte, también pensé en una posibilidad tremendamente remota. ¿Y si el tipo me estaba poniendo a prueba? ¿Y si el bote era suyo y quería calibrar - en una voluntad desproporcionadamente excéntrica, propia de un lunático - mi bonhomía, es decir, si sería capaz de apropiarme de un bote de gel de baño ajeno? O quizá fuera un detective tremendamente vocacional que amaba su trabajo sobremanera. Muchas teorías se me agolparon. Incluso, ¿y si era una especie de hada disfrazada de señor desnudo que me quería dar algún tipo de lección grotesca relacionada con productos de higiene personal?
Todo esto lo pensé durante los 15 segundos que duró la escena al completo. Al segundo 16 al darme cuenta que llevaba hablando 15 segundos con un señor desnudo con un bote de champú en la mano tomé la sabia decisión de abandonar el vestuario, aún sabiendo que nunca sabría de quién era aquel bote de gel de baño. No se puede tener todo

domingo, 5 de febrero de 2017

Persecución vetusta

Guardé el dvd de El diablo sobre ruedas, me enchaqueté y bajé a la calle.
Tenía que ir a un sitio relativamente lejano pero iba con tiempo. Decidí pasear. Cavilaba sobre la película. Cavilaba sobre lo a gusto que se quedaría el traductor del título de la película en español. Cavilaba sobre el (brillante) homenaje que le hizo Damián Szifrón en Relatos Salvajes. Cavilaba sobre los villanos del cine de Spielberg, sobre cómo con némesis como un camión cisterna desatado, un tiburón blanco prácticamente prehistórico o máquinas extraterrestres del tamaño de bloques de pisos de VPO, el más monstruoso de todos era un austriaco con barriga llamado Amon Goeth. Cavilaba sobre lo bueno que es - era, será - Spielberg, lo crucial que es para el cine de los últimos 40 años y, sin embargo, que hizo una película con un caballo como protagonista. Cavilaba sobre si "cavilaba sobre" está correctamente dicho. Cavilaba, que no es poco.
Rebuscaba en el móvil la mejor forma para ilustrar musicalmente mi camino cuando ocurrió. Un leve toque por detrás. Lo suficiente para que mi tobillo derecho se sobresaltara todo lo que un tobillo derecho es capaz de sobresaltarse. Giréme y vi al tocante: un señor de no menos de 85 años, ataviado con una boina de paño, con una carestía dental plena y sentado en un carrito motorizado. Iba envuelto en los acordes de Shining Star así que al voltear no pude escuchar lo que me dijo el anciano. Por su gestualidad intuí que habría dicho algo tremendamente descacharrante para disculparse y confirmé que, efectivamente, tenía las mismas piezas dentales que una codorniz adulta. Me dediqué a esbozar un amago de sonrisa, hacer un gesto con la mano y - en un tono seguramente mayor del habitual - emitir un "no pasa nada" bastante académico.
Reanudé el camino. Calculaba los metros que me separaban del semáforo para testar mi maltrecho tobillo cuando reparé en que el anciano motorizado seguía detrás de mí. Llegué  al semáforo. Seguía detrás de mí. Cada vez que echaba la vista atrás ahí estaba. Lo más inquietante es que mantenía esa sonrisa fantasma. Cómica también, no lo negaré, pero inquietante. Constantemente estaba alzando la mano derecha, como llamando la atención de alguien. Asumí que sería un señor muy popular en el barrio, quizá por su conducción temeraria. No le presté más atención al asunto.
Al menos no en ese momento. Como esa ruta en concreto es habitual en mi cotidianidad opté por alterarla un poco. Callejeé. El anciano seguía inasequible al desaliento (signifique lo que signifique). Empezaba a resultar evidente que aquello era una persecución. A cada vistazo aquella boca parecía más la de un dementor. ¿Cómo se agarra uno el alma para que no se la roben? La molestia en mi tobillo había aumentado. No podía imprimir a mi caminata un ritmo mayor. La angustia empezó a invadirme. ¿Y si era su modus operandi? ¿Y si primero te daba un golpe "sin querer" para lastrar tu ritmo y luego, cuando estabas exhausto, te contaba su experiencia como cristalero duante 40 años en Trebujena?
Me aguantaba el ritmo bastante sobrado. Parecía entrenado. Eran ya 15 minutos de casualidad. Muchos me parecieron, muchos eran. Miré el horario del autobús de la línea 47 y comprobé que tenía que hacer algo o me daría caza. Recurrí a un anudamiento ficticio de mi zapatilla derecha para permitir que me adelantara y así liberarme. No aprovechó el impasse que le proporcioné. Es más, se paró a mi altura. Me temí lo peor. El anciano paró el motor de vehículo. Me tocó en el hombro. Levanté la mirada temeroso. Por una décima de segundo juraría que se encontraba a mi lado el mismísimo Immortan Joe. Vencido, me quité los auriculares.
- Me parece que no me escuchaste antes- dijo él.

N.B.
Antes era hace ¡23! minutos.

El panorama cambió. Evidentemente la persecución tenía un por qué. Lo que me había dicho debía ser sumamente importante. De repente me pareció un hombre sabio. Un profeta incluso. Un asceta quizá. Podría ser que en un acto de magnanimidad decidiera, en compensación por ese golpe fortuito, revelarme el sentido último de la vida. O que fuera mi yo del futuro y que, en un homenaje a Regreso al ídem, quisiera entregarme un calendario con los resultados deportivos de los próximos 30 años para que me hiciera millonario con las apuestas. No me cuadró mucho esa teoría en concreto porque yo no soy muy partidario de esos estampados para una boina, pero todo podía pasar. Le respondí.
- Lo siento, estaba con los auriculares puestos. Dígame.
La expectativa se había disparado.¿Qué me querría decir? Era el momento. Mi vida podía cambiar. O no. Más bien no.
- Te pregunté si eras del Betis.
Me desconcertó. Quizá fuera un filtro. La prueba de la verdad. "Sólo el penitente pasará". Sería tremendamente poético que sólo quisiera premiar ad eternum a un bético. Le confirmé que lo era.
- Pues si lo sé te doy más fuerte (risas desdentadas) porque yo soy sevillista (más risas, igual de desdentadas).

Y se fue.